domingo, agosto 06, 2006

Pachorra, la diáfana.

Pachorra nació aquí, en el pueblo, y nadie conocía su verdadero nombre. Desde las últimas elecciones, y como por necesidad llevara consigo su documento, empezaron a circular versiones de que se llama María, Cristina, o Fátima, pero nadie pudo aseverarlo a ciencia cierta, y ella no se encargó de refutarlo ni de consolidar los rumores aportando pruebas de ninguna naturaleza.
La llamaron así desde aproximadamente los dos años y medio, cuando la familia, entre conmovida y alarmada, comenzó a notar ciertas dificultades de la niña para establecer lazos con el mundo exterior. Se movía lentamente, dando pasos que recordaban la brutalidad sedosa de los gatos, los ojos lánguidos, la lengua pastosa en una boca rosa y pequeñita. No se interesaba estrictamente por nadie, pero guardaba para quienes se interesaran en ella, caricias de reptil y palabras que por su primitividad parecían más bien ronroneos, y cuando le ofrecían caramelos, arqueaba la espalda mientras se arrastraba lentamente hacia un tapiz mullido, y comía allí, silenciosamente.
Más adelante, como a los siete años, supieron que sí hablaba, y que hasta tenía cierta inteligencia, por lo que la madre decidió impartirle algunas nociones básicas en la misma casa. Cada tarde, luego de lavar los platos y regar la galería, se sentaba con la nena abajo del nogal y le hablaba mucho tiempo, mirándola a los ojos serenos, tendiendo puentes débiles que se desmoronaban no bien terminaban las lecciones y Pachorra se quedaba admirándole las manos o algún bordado ocasional que la madre llevaba en el delantal. Ya por entonces, todos la tenían por idiota, y por un tiempo fue motivo de comentario a la salida del almacén. De a poco, sin embargo, la fueron olvidando, se les desdibujaba en la memoria como si fuese un accidente etéreo en la terrenalidad de las cosas, o como si estuviese escrita en el agua, una criatura que no servía para nada, y que ni siquiera era capaz de despertar odio o piedad. Los absorbía la llegada del tren de pasajeros, alguna suelta de palomas, un extranjero que venía a medir a cuánta profundidad se encontraban las capas freáticas, pero ya no recordaban a Pachorra.
Mucho más tarde, para una procesión, se reencontraron con su imagen perdida. Ya era una mujer de veintitrés años, alta, cincelada a fuego lento, macerada en un tiempo del que no participaba, como una muñeca grande, vestida o escondida en algunos trapos de donde se desprendían fulgores y tibiezas. Tenía el pelo recogido en dos trenzas que le cruzaban la cabeza, y su madre la llevaba del brazo, abriéndose paso entre la gente con una lentitud tensa y dulce a la vez. Ese día, muchos hombres comenzaron a amarla con cierta desesperada devoción, pero cuando estaban juntos en el bar, o se encontraban paseando casualmente frente a su casa, se palmeaban risueños y apuntando hacia la mujer, decían que era deber compadecerla. A veces le dejaban caramelos en la puerta, ramitos de caléndulas, y cartas perfumadas que Pachorra iba acumulando en sus cajas de juguete, inmaterial y diáfana, inmune al mundo.

Nota: La imagen pertenece a Samer Tarabichi.




1 comentario:

Anónimo dijo...

... yo estaré en aquel café .