miércoles, mayo 24, 2006

Ensayo sobre la eternidad.

Don Pedro Díaz sobrevivió al terremoto de San Juan, en 1944. Se vino a Córdoba, con la ropita puesta y un caballo. Muerta la familia, muerto el lugar donde vivió, muerto todo lo conocido, Pedro cabalga y a veces camina, para no cansar el caballo.
Me cuentan que regaló el caballo a un gringo que se había robado la hija de un estanciero, para que la llevara en andas hasta las sierras, y allí vivir, y morirse de amor, si Dios quiere.
Me cuentan que don Pedro andaba con el alma atravesada, chambeándole a cualquiera por monedas, y que no hablaba nunca, hasta que un día habló, porque la ginebra calienta y suelta la lengua de cualquiera. Le contó cosas al ‘Nene’ Campetella, y así me llegó a mí.
Le dijo que él estaba trabajando en las parvas de carbón, cuando empezó el terremoto.
Le dijo que las parvas estaban lejos de la ciudad y que mandó a un ‘chango’ de a caballo a ver cómo estaba su familia. Y que cuando el chango llegó de vuelta, pudo leerle en la cara el desastre, la devastación, el terror. Pudo leer, de forma más exacta y terrible, la muerte.
Le dijo que cuando supo eso, decidió irse de San Juan porque no había nada más que hacer allí.
- ¿Y entonces- pregunta el Nene- nunca vio a su familia muerta?
- No –dice Pedro, indignado-. La última vez que los vi, Beatriz bordaba cerca de una ventana y los chicos dormían. Yo le había trenzado el pelo, a Beatriz, porque lo tenía muy largo, y le molestaba en la cara. La besé y me fui al trabajo. Así que me quedé con el recuerdo de esa mañana, porque era lo más justo para los dos.
- ¿Cómo?.
- Claro, hombre, ¿no se da cuenta?. Estábamos desparejos: yo podía verla y mirarla a ella, pero ella a mí no. Además.... yo prefiero pensar que ella sigue bordando en la ventana, y que siempre es de mañana, y que el que se fue sin avisar, fui yo.


Nota: La imagen pertenece a Craig Barnes.

viernes, mayo 19, 2006

La real nobleza.

La Niña Jesús y la Niña Margarita eran dos viejas que vivían en La cruz, un pueblito metido en la médula de las sierras cordobesas. Las ‘niñas’ vivían (es un decir) con los pocos pesos que sacaban del alquiler de una de las habitaciones de la casa enorme y casi en ruinas.
Era el año 49 del siglo pasado, y mi abuela Ofelia, buscando mejores aires para el asma, buscando mejores vidas para su vida, alzó todos los críos, que eran ni más ni menos que 6 y se trasladó allí.
Entonces tuvo oportunidad de conocer a ‘la Clementina’. Era bajita y flaca, negrita y arrugada como una pasa de higo, con una carita aindiada. Sufrida y triste, solía servir a las dos viejas, que andaban como fantasmas en la casa enorme, desapareciéndose de a ratos, adquiriendo la leve y mentida existencia de los espíritus. De dónde sacaban las cosas para comer y para vestirse, nadie sabía. Sabían, en cambio, que eran dos despojos bastante inútiles de la devastada nobleza criolla, y que se hacían servir y atender porque así habían sido educadas. ¿Casarse? No, en La Cruz sólo había criollitos de baja calaña, morochitos sin títulos de campo ni nobiliarios, hombres de a caballo, y todos eran poquita cosa para ‘las niñas’. Así que los morochitos por un lado y las niñas por el otro, el caso es que llegaron a viejas, célibes, religiosas, secas, pero ‘nobles’.
La Clemen se encargaba de todo, pero llegada cierta hora de la tarde, alzaba algunos bultos y no volvía hasta la noche, con los mismos bultos, pero crecidos quién sabe de qué. Las chismosas decían que tenía marido e hijos en algún lado, que vendía el cuerpo por moneditas a los adolescentes, que tenía promesa de ir a la capilla todas las tardes porque había matado gente, decían de todo.
Pero una tarde, un poquito antes del anochecer, mi abuela la vio llegar abrazando un pollo bajo los trapos y las bolsas. Entraba despacito, por el portón grande, tratando de hacer el menor ruido posible, cuando mi abuela la vio y le preguntó de quién era el pollo que traía bajo el brazo. Clementina se asustó, lloró, le rogó ‘que doña Ofelia, no vaya a decir nada en el pueblo’, ‘que es para hacerle una sustancia a la Niña Jesús y a la Niña Margarita’, ‘que son dos pobres viejas que se caen de la inanición’, y a medida que escuchaba las historias de hambre y miseria, mi abuela iba comprendiendo que cada día, aquella indiecita tosca, parecida a una pasa de higo, había ido agotando su infinito caudal de piedad, robando un pollito acá, una verdurita allá, para darles de comer a ‘las niñas’, tan nobles como muertas de hambre. La Clemen había robado, sí, pero en eso no había vergüenza.
Porque la vergüenza más grande era la vergüenza del hambre y eso sí mata.



Nota: la imagen pertenece a Gundega Dege.

miércoles, mayo 17, 2006

Al pan, pan.

El cartel dice ‘Panadería’, pero el universo que contiene, los espacios, las palabras que se dicen, los gestos que se hacen al entrar allí, lo desdicen de una forma casi absoluta. A tal punto, que una no termina sabiendo cómo es que, al salir, tenemos en la bolsa, dos tiras de pan francés, generoso y casi humeante.
Las escenas me son familiares, cotidianas hasta el asco, hasta el no-asombro, pero basta posicionarse en los ojos de alguien que es extraño al barrio, para notar que lo que pasa allí, es más de lo que se cuenta.
El cartelito pobre que zarandea el viento, que los perros mean, y que los adolescentes se encargan de llenar de corazones y puteadas, porque es de lata y está al paso, es lo primero que ves. Luego, una puertita marrón y pobre que echa abajo cualquier asociación con los fastuosos negocios que podemos ver en cualquier ciudad, grande o pequeña, hasta en la mía, y donde se exhiben tortas, facturas, delicias gigantes y ampulosas, para calmar el ansia de devoraciones (me encanta la palabra). Acá no: pan francés, mignon y gracias.
La dueña es Marta, que te recibe cantando. Y mientras canta aleluyas, hosannas y milongas, va cronicando (va desmigando) las muertes, los abortos, los hijos que llegan, las tristes mudanzas, la leve y marginal historia de los que vamos siendo, de los que estamos por ser, de los empezamos a no estar.
La comunión (la comunicación de la comunidad) se celebra en calma, porque así nos hablamos los que vivimos por acá, despacito, contándonos los dolores y las miserias, haciéndonos los locos en un mundo lleno de estadísticas, furia, FMI, antenas, uranio... y les juro que nos sale tan bien el papel, que volvemos a casa a paso caracol, saludando a los perros de los vecinos, a preparar el primer café de la mañana, como si en eso se nos fuera la vida.

lunes, mayo 15, 2006

Tema de redacción: La muerte.

Gracias a Dios que tenemos la muerte: salva a un pueblo chico del completo mutismo. Con el tema de los muertitos, una va enhebrando su vida, como un rosario. De pronto, estás tomando mate con bizcochos y alguien salta y dice como al descuido: - ¿Sabían quién se murió?-, e inmediatamente aparenta inocencia, pone cara de seriedad y se siente importante. Cuando todos dejamos de masticar y decimos un ‘no’ que según los presentes, varía entre la incredulidad, la interrogación y el asombro, te contestan: -Se murió el chico de la remisería de la terminal-.
Una hace esfuerzos, traga el bizcocho, sorbe fuerte el mate y empieza a sacar el catálogo mental de los taxistas de la zona.
El hombre del flequillo.
El que siempre me llevaba al laburo.
El que tenía esa cicatriz horrenda de una quemadura en la cara.
Nada, nada, es el gordito con un aro. Ese es el muerto, ese y no otro. Enseguida vienen los ‘oh, pobre chico’, ‘tan jovencito’, ‘¿y de qué murió?’. Así des-hilvanamos la vida, que como toda vida, termina en la muerte, que es en sí misma un absurdo. De pronto, a un camionero, se le ocurre invitarlo a Tierra del Fuego, en el trayecto le da un ataque de asma y eso es todo. Muerto. Bien muerto. Un montón de gente juntando dinero para trasladarlo en avión, para trasladar su cuerpo, eso torpe que es la materia pura, sin un atisbo de espíritu. En eso radica lo elemental de la muerte, su falta de complicación: en que es sólo biología, o química, eso que antes éramos en proceso de descomposición, el ciclo natural así en abstracto haciendo de las suyas, mientras los que quedamos de este lado nos maquinamos, y nos hacemos preguntas, teorías, religiones, imperios, inquisiciones.
Creemos estar haciendo un ejercicio de memoria cuando recordamos al muertito, como si en el acto de nombrarlo, le estuviéramos regalando un pedazo de eternidad, como si la palabra fuera al muerto, lo que el cabalista al golem. Creemos resucitarlo un instante, hacerle un acto de justicia a la vida, cuando en realidad recalcamos todo lo efímero que tiene, todo lo triste o lo pequeño que es capaz de contener en sí misma, todo lo inútil.
Y sin embargo, nadie me negará que mientras no nos pasa a nosotros, el mate circula en la mesa, el pan disminuye, y todos los vivos nos sentimos tan lindamente cómplices de seguir de este lado, que gracias a la muerte, nos sonreímos y gozamos de una manera tan atroz, que no podría ser sino humana.


domingo, mayo 14, 2006

Acá vamos.




Tal parece que todos acabamos por asumir que tenemos algo para decir. Es más: que lo que tenemos para decir, es verdaderamente importante. Tan importante para crear un blog, para flotar en este fantasmal mundo de las historias que circulan en la red.
La mía no es una historia, pero no tiene porqué serlo, de todas formas.
Lo mío, convengamos, aún no tiene nombre.
Y esa es la gracia.