
Era el año 49 del siglo pasado, y mi abuela Ofelia, buscando mejores aires para el asma, buscando mejores vidas para su vida, alzó todos los críos, que eran ni más ni menos que 6 y se trasladó allí.
Entonces tuvo oportunidad de conocer a ‘la Clementina’. Era bajita y flaca, negrita y arrugada como una pasa de higo, con una carita aindiada. Sufrida y triste, solía servir a las dos viejas, que andaban como fantasmas en la casa enorme, desapareciéndose de a ratos, adquiriendo la leve y mentida existencia de los espíritus. De dónde sacaban las cosas para comer y para vestirse, nadie sabía. Sabían, en cambio, que eran dos despojos bastante inútiles de la devastada nobleza criolla, y que se hacían servir y atender porque así habían sido educadas. ¿Casarse? No, en La Cruz sólo había criollitos de baja calaña, morochitos sin títulos de campo ni nobiliarios, hombres de a caballo, y todos eran poquita cosa para ‘las niñas’. Así que los morochitos por un lado y las niñas por el otro, el caso es que llegaron a viejas, célibes, religiosas, secas, pero ‘nobles’.
La Clemen se encargaba de todo, pero llegada cierta hora de la tarde, alzaba algunos bultos y no volvía hasta la noche, con los mismos bultos, pero crecidos quién sabe de qué. Las chismosas decían que tenía marido e hijos en algún lado, que vendía el cuerpo por moneditas a los adolescentes, que tenía promesa de ir a la capilla todas las tardes porque había matado gente, decían de todo.
Pero una tarde, un poquito antes del anochecer, mi abuela la vio llegar abrazando un pollo bajo los trapos y las bolsas. Entraba despacito, por el portón grande, tratando de hacer el menor ruido posible, cuando mi abuela la vio y le preguntó de quién era el pollo que traía bajo el brazo. Clementina se asustó, lloró, le rogó ‘que doña Ofelia, no vaya a decir nada en el pueblo’, ‘que es para hacerle una sustancia a la Niña Jesús y a la Niña Margarita’, ‘que son dos pobres viejas que se caen de la inanición’, y a medida que escuchaba las historias de hambre y miseria, mi abuela iba comprendiendo que cada día, aquella indiecita tosca, parecida a una pasa de higo, había ido agotando su infinito caudal de piedad, robando un pollito acá, una verdurita allá, para darles de comer a ‘las niñas’, tan nobles como muertas de hambre. La Clemen había robado, sí, pero en eso no había vergüenza.
Porque la vergüenza más grande era la vergüenza del hambre y eso sí mata.
Nota: la imagen pertenece a Gundega Dege.
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