viernes, mayo 19, 2006

La real nobleza.

La Niña Jesús y la Niña Margarita eran dos viejas que vivían en La cruz, un pueblito metido en la médula de las sierras cordobesas. Las ‘niñas’ vivían (es un decir) con los pocos pesos que sacaban del alquiler de una de las habitaciones de la casa enorme y casi en ruinas.
Era el año 49 del siglo pasado, y mi abuela Ofelia, buscando mejores aires para el asma, buscando mejores vidas para su vida, alzó todos los críos, que eran ni más ni menos que 6 y se trasladó allí.
Entonces tuvo oportunidad de conocer a ‘la Clementina’. Era bajita y flaca, negrita y arrugada como una pasa de higo, con una carita aindiada. Sufrida y triste, solía servir a las dos viejas, que andaban como fantasmas en la casa enorme, desapareciéndose de a ratos, adquiriendo la leve y mentida existencia de los espíritus. De dónde sacaban las cosas para comer y para vestirse, nadie sabía. Sabían, en cambio, que eran dos despojos bastante inútiles de la devastada nobleza criolla, y que se hacían servir y atender porque así habían sido educadas. ¿Casarse? No, en La Cruz sólo había criollitos de baja calaña, morochitos sin títulos de campo ni nobiliarios, hombres de a caballo, y todos eran poquita cosa para ‘las niñas’. Así que los morochitos por un lado y las niñas por el otro, el caso es que llegaron a viejas, célibes, religiosas, secas, pero ‘nobles’.
La Clemen se encargaba de todo, pero llegada cierta hora de la tarde, alzaba algunos bultos y no volvía hasta la noche, con los mismos bultos, pero crecidos quién sabe de qué. Las chismosas decían que tenía marido e hijos en algún lado, que vendía el cuerpo por moneditas a los adolescentes, que tenía promesa de ir a la capilla todas las tardes porque había matado gente, decían de todo.
Pero una tarde, un poquito antes del anochecer, mi abuela la vio llegar abrazando un pollo bajo los trapos y las bolsas. Entraba despacito, por el portón grande, tratando de hacer el menor ruido posible, cuando mi abuela la vio y le preguntó de quién era el pollo que traía bajo el brazo. Clementina se asustó, lloró, le rogó ‘que doña Ofelia, no vaya a decir nada en el pueblo’, ‘que es para hacerle una sustancia a la Niña Jesús y a la Niña Margarita’, ‘que son dos pobres viejas que se caen de la inanición’, y a medida que escuchaba las historias de hambre y miseria, mi abuela iba comprendiendo que cada día, aquella indiecita tosca, parecida a una pasa de higo, había ido agotando su infinito caudal de piedad, robando un pollito acá, una verdurita allá, para darles de comer a ‘las niñas’, tan nobles como muertas de hambre. La Clemen había robado, sí, pero en eso no había vergüenza.
Porque la vergüenza más grande era la vergüenza del hambre y eso sí mata.



Nota: la imagen pertenece a Gundega Dege.

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