jueves, agosto 31, 2006

Aproximación a lo nocturno.



La noche es Nina Simone, cantando ‘House of the rising sun’
Es Terry Callier, acercándome la promiscuidad del exacto crepúsculo.
La noche es una cereza enorme y roja,
paseando por las maternales piernas
de las mujeres de los hospitales.
Es la inexplicable tristeza de no conocer Siam,
ni Harlem, ni el blues agrícola
que los negros cantaban entre sudor y pimientos enormes.
La noche es éste presentimiento de santidad
que adivino en el músculo flexible
y tibio de todos los animales.
Es mi primer grito en el mundo,
que fue motivado por la soledad o el espanto,
nunca por la felicidad de nacer.
La noche es el campo, y su inconfundible olor a animal roído por moscas,
fermentando hacia arriba su maíz y sus hogueras.
Son los mutilados, y la palabra mutilados,
que no alcanza a contener el horror de la carne.
La noche es conducir por algunos asentamientos patagónicos
y ver a las putas florecer en las estaciones de servicio,
y haber querido dormir con ellas para hacerles recordar la caricia.
Es el hondo e inservible Porchia que dijo:
‘Éramos el mar y yo. Y el mar estaba solo,
y solo yo. Alguno de los dos faltaba’
La noche es mi padre y el odio de mi padre que me recorre las venas,
como por alcantarillas demasiado acostumbradas.
Es la máquina, la modernidad del plástico,
las antenas que provocan el cáncer de seno,
el sucedáneo de la televisión y su espectacular embrutecimiento,
las vírgenes que sostienen el andamiaje de cables.
La noche es haber mordido un pedazo de Dios
y haberlo escupido al descubrir que es demasiado grande para mi boca,
demasiado amargo para mi corazón,
demasiado antiguo y eterno, para mi cuerpo que envejece.
Es saber que toda sensación me precede,
salvo mi propia angustia, dolor, desesperación,
mi propia locura que se avecina sin saber por dónde.

Nota: La imagen pertenece a John Brown.

lunes, agosto 28, 2006

Improvisación en Beiging


Escribo poesía porque la palabra inglesa Inspiración proviene del Latín: Spiritus,
aliento, deseo respirar en libertad.
Escribo poesía porque Walt Whitman le otorgó permiso al mundo para que hablara
con candor.
Escribo poesía porque Walt Whitman abrió el verso de la poesía a la respiración
sin obstáculos.
Escribo poesía porque Ezra Pound vio una torre de marfil, apostó al caballo
equivocado, les dio a los poetas su autorización para que escriban su
lengua hablada vernácula.
Escribo poesía porque Pound les indicó a los jóvenes poetas occidentales que
observaran a los chicos escribiendo palabras dibujos.
Escribo poesía porque W. C. Williams viviendo en Rutherford escribió a la manera
de New Jersey "Te patio l'ojo", preguntando luego: ¿cómo podemos medirlo
en pentámetro yámbico?
Escribo poesía porque mi padre era un poeta, mi madre de Rusia hablaba comunista,
murió en un loquero.
Escribo poesía porque mi joven amigo Gary Snyder se sentó a mirar sus pensamientos
como una parte del fenomenal mundo externo del mismo modo que lo
hicieron los integrantes de esa mesa redonda en el '84.
Escribo poesía porque sufro, nacido para morir, cálculos en los riñones, presión alta,
todo el mundo sufre.
Escribo poesía porque sufro confusión no sabiendo qué es lo que piensan los otros.
Escribo porque la poesía puede revelar mis pensamientos, cura mi paranoia
también la paranoia de otras personas.
Escribo poesía porque mi mente vaga sometida al sexo, la política, la meditación en
el Dharma.
Escribo poesía para retratar con precisión mi propia mente.
Escribo poesía porque tomé los cuatro votos de Bhodhisattva: innumerable en el
Universo son las criaturas Sensibles para liberar, infinitas mi propia codicia,
ira, ignorancia que deseo atravesar, incontables son las situaciones en que
me habllo mientras el cielo está O.K y los senderos de la mente despierta no
tienen fin.
Escribo porque esta mañana desperté temblando de miedo. ¿Qué podría decir yo en
China?
Escribo poesía porque los poetas rusos Mayakovsky y Yesenín se suicidaron, alguien
más debe hablar.
Escribo poesía porque mi padre recitando a Shelley poeta inglés y a Vachel Lindsay
poeta norteamericano dio el ejemplo gran viento inspiración aliento.
Escribo poesía porque escribir de asuntos sexuales estaba prohibido en los Estados
Unidos de América.
Escribo poesía porque los millonarios en el Este y el Oeste viajan en limosinas Rolls Royce,
los pobres no tienen suficiente dinero para arreglarse los dientes.
Escribo poesía porque mis genes y cromosomas se enamoran de muchachos,
nunca de jóvenes mujeres.
Escribo poesía porque no tengo ninguna responsabilidad Dogmática
de un día para el otro.
Escribo poesía porque quiero estar solo y quiero hablar con la gente.
Escribo poesía para contestarle a Walt Whitman, jóvenes dentro de diez años,
hablen con las tías viejas y tíos aún con vida en Newark, New Jersey.
Escribo poesía porque en 1939 escuchaba por radio Blues Negros, leadbelly y
Ma Rainey.
Escribo poesía inspirado por las juveniles alegres canciones de los Beatles
que han envejecido.
Escribo poesía porque Chuang-tzu no podía distinguir si era mariposa o era hombre,
Lao-Tzu dijo que el agua fluye colina abajo, Confucio dijo honrá a tus mayores,
yo deseaba honrar a Walt Whitman.
Escribo poesía porque el exceso de ovejas y haciendas en las tierras de pastoreo destruye
desde Mongolia hasta el Salvaje Oeste los nuevos pastos y la erosión
es la creadora de los desiertos.
Escribo poesía usando zapatos animales.
Escribo poesía "Primer pensamiento, mejor pensamiento", siempre.
Escribo poesía porque las ideas no son comprensibles excepto cuando se manifiestan
en pequeñísimos detalles: "Ninguna idea más que en las cosas".
Escribo poesía porque el Lama Tibetano dice: "Las cosas son símbolos de sí mismas"
Escribo poesía porque las Guerras Mundiales I y II, bomba nublear y la Guerra Mundial III
si la deseamos, yo no la necesito.
Escribo poesía porque los periódicos titulan un agujero negro en el centro
de nuestra galaxia, somos libres para darnos cuenta.
Escribo poesía porque mi primer poema Aullido que no pensaba publicar fue llevado
a proceso por la policía.
Escribo poesía porque mi segundo poema largo Kaddish honraba el paranirvana de mi madre
en un hospital para enfermos mentales.
Escribo poesía porque HITLER mató a seis millones de judíos, soy Judío.
Escribo poesía porque Moscú informó que Stalin envió al exilio en Siberia
a 20 millones de judíos e intelectuales, 15 millones nunca regresaron a los cafés
de San Petersburgo.
Escribo poesía porque canto cuando me siento solo.
Escribo poesía porque Walt Whitman dijo: "¿Yo me contradigo?. Muy bien, entonces,
yo me contradigo. (Tengo buen tamaño, contengo multitudes)"
Escribo poesía porque mi mente se contradice a sí misma, un minuto está en Nueva York,
al otro minuto en los Alpes Dináricos.
Escribo poesía porque mi cabeza contiene más de 10000 pensamientos.
Escribo poesía porque ninguna razón ningún porqué.
Escribo poesía porque es la mejor manera de decir todo lo que tenés en mente
en 6 minutos o durante el transcurso de una vida.
Allen Ginsberg
(Paterson, New Jersey, 1926- New York, East Side, 1998)
Poema leído ante una multitud en China
Traducción: Esteban Moore
Fuente: Revista "El criticón", Año 1, Número 1, Abril del año 2000

viernes, agosto 25, 2006

Hastío del círculo.




Vení a salvarme, hijo de puta.

Vení, aunque te mueras de miedo,
porque entonces te habrás muerto
por algo eterno, algo
más puro que el hombre.

La oscuridad sucede de todas formas,
y sucede, de todas formas, la tristeza.
Entonces, la pregunta es:
¿por dónde coger a esta puta vida?
la puta barata y consentida,
la puta que te muestra las tetas
desde una ventana
y no te deja agarrar ni morder.

Yo le prefiero el lado filoso,
el culo consabido y enhiesto,
la espalda que no cuida,
y por no cuidada, resulta prístina,
con sus muchos callos,
con las amapolas de dios
brotándole en su atrás glorioso
y en sus ancas de yegua.

Vení, traeme más noche,
probame que sos lo que pienso,
un fantasma menos
en esta galería de ahorcados.
Nota: La imagen pertenece a Steven Cook.


Arbóreos I. Del redactario ‘Los fantasmales’.


Ayer vi uno de los tantos pugnando por nacerle a un peral de entre la fronda. Se había abierto una rama, como una boca o una minúscula vagina, y asomaba una cabeza verde clara. Era de savia el sutil tejido que le cubría la piel, y como hiciera fuerza para salir al exterior, se desgarraba en partes. Detrás de esos desgarros, había un poco de piel y una resolana levísima y mojada, como la de los duraznos cuando amanece.
-Nazco- me dijo- no me veas.
Yo aparté la vista, un poco ruborizada de aquel parto. Eso no me impidió escuchar cómo la boca iba cicatrizando, cerrándose como un géiser húmedo y vaporoso. Desde la calle llegaba el ruido de los niños que le sacaban el papel celofán a los caramelos y a los conejos de chocolate. También comenzaba el ruido agrio de las langostas al devorarse las cosas, las ventanas de madera, las tisanas, las ratas tiernas que vivían en cuevas hondas, hondas. Entonces todos sucumbíamos por un rato al pavor y al desconcierto. Sólo un rato.
Para el fantasmal recién nacido, el mundo era novísimo, y le provocaban terror todos esos olores juntos, todos esos sonidos, y se apretaba fuerte, con todo el cuerpo recién inaugurado, a su madre, pero a ésta ya las heridas le habían cicatrizado y lo rechazaba no sin cierta ternura. Sin embargo, y como lo viera indefenso, segregaba unas savias prístinas, de donde el fantasmal comenzó a beber, pegado al tronco, recogiendo la leche ambarina con lengua ávida.

Nota: La imagen pertenece a Szincza Szincza.



lunes, agosto 21, 2006

Heredad.


Mi madre fue Camila O’ Gorman.

Llevaba los ojos vendados,
y un perro algo oscuro
que se servía del músculo de su corazón.

Yo me le parezco.

A través de los huesos y de los ojos
se filtra el viento.
También los hombres equivocados
que me llevan con amor a la horca.

A veces yo también los llevo.

Los abrazo y los muero,
les aparto la sangre seca,
con el primoroso sudario.
Hago de madre por un rato,
o de florida ramera.

Les muestro los senos para darles valor,
como dicen hacían las troyanas,
no recuerdo bien si en el amor
o en la guerra.
Nota: La imagen pertenece a Alessandro Bavari.

sábado, agosto 19, 2006

Imposibilidades.


Todo es silencio.

La palabra muerde, es cierto, el contorno,
el brillo, el margen de la bestia,
la rosada carne,
la tibieza de la sangre espesa.

Muerde, pero no traga.
Nota: La imagen pertenece a Ilia Panfilov.

Nosotros, que nos queremos tanto.

Rancio siempre le decía a Rancia: ‘mujer, poda los lirios, hazme el sambayón, lava el orín de los pañales del bebé, cocina lentejas, sácale las pelusas a la capa negra’ y otros etcéteras que ponían a Rancia de mal humor, de muy mal humor, de tan mal humor que cuando llegaba la hora de acostarse cerquita, y unir fuerte las piernas como enredaderas, ella se daba vuelta, y a resoplidos sacaba al marido de encima o del costado.
Rancio, sin embargo, era un hombre bueno. Tomaba su café a las siete, puntualmente, todos los días, porque media hora después pasaba el colectivo por frente a su casa para llevarlo al trabajo. De manera que se levantaba temprano, rascándose aquí y allá con unas uñas largas y mugrientas, descalzo como dicen que debe levantarse todo hombre de la cama y exigiendo a gritos, como buen trabajador, el desayuno puntual y copioso: ‘Rancia, mueve esos caderones, te dije que el café con leche lo quiero a las siete y diez, sie-te-y-diez, ¿te entra eso en la cabeza, amor mío?, ¿sí te entra en esa cabeza desgreñada que me presentas cada mañana?, porque sabes bien que podrías presentarte mejor vestida y peinada ante mí, que soy tu marido, porque después se muere eso que dicen que se llama sensualidá, y los esposos se buscan otras mujeres, y los huevos fritos, Rancia de mi alma, mujer mía, los quiero en la sartén, al lado del plato, ¿me has entendido?...pero la pucha, qué mujer más bruta...’ de manera que Rancia, que, como ya sabemos, era una mujer muy desaliñada, es decir, mal peinada y mal vestida, pero además y por sobre todo, al parecer, muy con aires de independiente porque nunca hacía caso de las cosas que le apuntaba su pobre y cansado marido, se sumía en sus pensamientos más oscuros y atroces. Porque cualquiera, al verla, podía llegar a adivinar lo que a esta cuasi bruja le pasaba por la cabeza cuando, empeñada por hacer el café y los huevos, se quemaba las manos, o se cortaba con un cuchillo al rebanar el pan. Pero su marido, aunque la observara y la observara bien y con mucho detenimiento, no advertía que de su pecho saliera un suspiro, una palabra de maledicencia, un gesto que delatara alguno de los seguramente recurrentes pensamientos malignos, y por eso, sólo por eso, al terminar de comer y luego de eructar sonoramente, como le enseñaron a Rancio que debe hacer todo hombre sano y agradecido del alimento, le daba palmaditas en el culo a su esposa, diciéndole, notablemente agradecido: ‘muy bien, así me gusta que se porte, calladita y hacendosa, aunque podrías oler mejor, no tener siempre este olor a fritanga, porque si te compraras algún perfume y olieras a limpita, a jabón, yo hasta podría lucirte con mis amigos’, y con esto se iba al trabajo el bueno de Rancio.
Rancia, entonces, comenzaba a ordenar la casa, lavaba la ropa a mano porque como ya sabemos que las máquinas son un lujo innecesario, cosía para afuera, atendía a un bebé llorón y dos o tres clientas a las que los vestidos nunca le quedaban bien, y eso las volvía rezongonas y malhumoradas, y en la piecita medio en penumbras, la mujer, que bien se lo tenía merecido, se sacaba los ojos tratando de enhebrar el hilo en las agujas, de conseguir un bordado más primoroso y prolijo, de medir correctamente y cortar, y mientras tanto, el bebé lloraba por los pañales meados, la olla de las papas hervía y el agua se derramaba en la cocina creando costras desagradables, los muebles empezaban a llenarse de una resolana de tierra imperceptible pero molesta, y que hacía crujir los dientes al pasarle la mano. De manera que a las cinco de la tarde, Rancia abandonaba el tallercito de costura, y se hundía en una labor sin tregua porque el marido llegaba a las seis y media, y exigía la razonable merienda, el diario de la tarde, el sándwich de tomate y queso, cortado en diagonal y dispuesto en un plato de loza, el jugo y el mate edulcorado, todo eso que se merece un hombre laborioso y amable, tan de su casa como Rancio. Pero Rancia, la tonta Rancia, sólo porque le faltaba cabeza, se ampollaba las manos con la lavandina, descuidaba la cena, el piso no brillaba como debería, el lavadero se volvía un caos, el niño que estaba cortando los dientes no paraba de llorar, y el pobre hombre, que tenía que soportar todas estas y otras consecuencias de la inutilidad de su mujer, se convencía cada vez más que su mujer lo odiaba. Él se merecía algo más que esto.
Sin embargo, una vez por semana, satisfacía su necesidad de hombre encima de su esposa que sólo le pagaba con una pasmosa indiferencia, o con suspiros leves que parecían más de cansancio que de placer. ‘Y además frígida’, se decía el pobre de Rancio, y se dormía a un metro de ella, no sea cosa que fuera a abrazarlo con esas manos tan poco delicadas, con ese olor tan de cocina de suburbio, a él, al buen Rancio.

domingo, agosto 13, 2006

Algunos días.

Algunos días, nosotras morimos.

Nos acostamos aquí, en la única cama que usamos ambas,
nos sacamos la piel, nos despellejamos como serpientes,
nos arrancamos los verdes ojos y los dejamos flotando
en un agua diáfana y transparente,
con los insectos y las rosas.

Esperamos la muerte conteniendo la respiración,
sudando jugos olorosos,
soñando, en ocasiones,
con astronautas dulces que caen en nuestra casa,
como un pétalo macho, de la especie de los comestibles,
para asentarse en nuestras sienes,
en nuestros pechos,
en los húmedos clítoris suaves como mariposas.
Entonces nos permitimos enlazar los dedos,
jugar un rato a resucitar entre una mordedura y otra,
leernos la poesía de los elefantes que pastan.

Pero tras el juego, sabemos que algo desnudo viene a morirnos,
algo bravo y grande como la soledad,
que es una hogaza de pan desmigándose en el agua,
y recordamos con mucha tristeza todo lo bueno que tuvo la vida:
la pronunciación musical de los extranjeros,
los perros amaestrados,
los carteles luminosos de los prostíbulos,
las lechuzas tibias y la noche, todo eso
que es tierno y efímero.

Nos matamos de a dos, siempre,
esto que somos, el cancerbero hembra,
nos matamos por todas nuestras lenguas,
por todas nuestras cabezas que gimen en la gruta,
con una sincronización que a veces
se parece tanto a la hermosura.

domingo, agosto 06, 2006

Pachorra, la diáfana.

Pachorra nació aquí, en el pueblo, y nadie conocía su verdadero nombre. Desde las últimas elecciones, y como por necesidad llevara consigo su documento, empezaron a circular versiones de que se llama María, Cristina, o Fátima, pero nadie pudo aseverarlo a ciencia cierta, y ella no se encargó de refutarlo ni de consolidar los rumores aportando pruebas de ninguna naturaleza.
La llamaron así desde aproximadamente los dos años y medio, cuando la familia, entre conmovida y alarmada, comenzó a notar ciertas dificultades de la niña para establecer lazos con el mundo exterior. Se movía lentamente, dando pasos que recordaban la brutalidad sedosa de los gatos, los ojos lánguidos, la lengua pastosa en una boca rosa y pequeñita. No se interesaba estrictamente por nadie, pero guardaba para quienes se interesaran en ella, caricias de reptil y palabras que por su primitividad parecían más bien ronroneos, y cuando le ofrecían caramelos, arqueaba la espalda mientras se arrastraba lentamente hacia un tapiz mullido, y comía allí, silenciosamente.
Más adelante, como a los siete años, supieron que sí hablaba, y que hasta tenía cierta inteligencia, por lo que la madre decidió impartirle algunas nociones básicas en la misma casa. Cada tarde, luego de lavar los platos y regar la galería, se sentaba con la nena abajo del nogal y le hablaba mucho tiempo, mirándola a los ojos serenos, tendiendo puentes débiles que se desmoronaban no bien terminaban las lecciones y Pachorra se quedaba admirándole las manos o algún bordado ocasional que la madre llevaba en el delantal. Ya por entonces, todos la tenían por idiota, y por un tiempo fue motivo de comentario a la salida del almacén. De a poco, sin embargo, la fueron olvidando, se les desdibujaba en la memoria como si fuese un accidente etéreo en la terrenalidad de las cosas, o como si estuviese escrita en el agua, una criatura que no servía para nada, y que ni siquiera era capaz de despertar odio o piedad. Los absorbía la llegada del tren de pasajeros, alguna suelta de palomas, un extranjero que venía a medir a cuánta profundidad se encontraban las capas freáticas, pero ya no recordaban a Pachorra.
Mucho más tarde, para una procesión, se reencontraron con su imagen perdida. Ya era una mujer de veintitrés años, alta, cincelada a fuego lento, macerada en un tiempo del que no participaba, como una muñeca grande, vestida o escondida en algunos trapos de donde se desprendían fulgores y tibiezas. Tenía el pelo recogido en dos trenzas que le cruzaban la cabeza, y su madre la llevaba del brazo, abriéndose paso entre la gente con una lentitud tensa y dulce a la vez. Ese día, muchos hombres comenzaron a amarla con cierta desesperada devoción, pero cuando estaban juntos en el bar, o se encontraban paseando casualmente frente a su casa, se palmeaban risueños y apuntando hacia la mujer, decían que era deber compadecerla. A veces le dejaban caramelos en la puerta, ramitos de caléndulas, y cartas perfumadas que Pachorra iba acumulando en sus cajas de juguete, inmaterial y diáfana, inmune al mundo.

Nota: La imagen pertenece a Samer Tarabichi.




6 de Agosto de 1945


Paul W. Tibbets pensó en lo innumerable que se volvería Agosto,
si lo dejaba crecer, desarrollarse,
soportar el vapor inusual de los damascos,
los graves gestos de los transportadores de agua,
el rojo muy rojo de las frutillas de la isla de Honshu.
Paul W. Tibbets concluía: ‘Si una mariposa bate las alas
en el renegrido pelo de una mujer japonesa,
puede que mañana caigan dos o tres imperios’
y acariciaba los perros de uranio,
mientras Hiroshima volaba en sueños,
y los insectos dorados de ácido se dejaban caer en el ozono
y los partos de esa mañana se atrasaban por las sirenas
a las 8, 05 de la mañana,
y el mundo que iba apareciendo entre las sombras
murmuraba la oración de la mañana
y cada vez más rápido, algo respiraba dentro del estómago del Enola Gay,
algo que era un dragón de mil cabezas y una,
que iba agitándose, creciendo, multiplicándose,
ahogándose muy dentro de sí misma, asfixiado de fuego,
y entonces algo remoto ocurría en un extremo de la isla,
un pájaro sacudiendo el brillante plumaje sobre el hondo silencio,
porque volvía a despuntar la raíz del tiempo,
y a esa hora eran las 8, 10 de la mañana,
por lo cual Wong nacía, Wong que era pálido y tenía dos manos,
y lloraba de veras sobre la cama de hospital,
y había un festejo de su madre con dos pechos de leche,
y los cereales giraban con el viento,
bailaban esa danza última con las nubes y la tierra,
algo de girasol y azucena teñían algunos jardines,
a pesar de la sangre y los desperdicios,
y los soldados americanos que morían con una muerte japonesa,
porque en la muerte todos cerraban los ojos de la misma manera,
y algo que llegaba al borde de su gestación,
‘little boy’ naciendo como Wong, aunque del otro lado de Wong,
porque era su contraparte, la parte negra de la vida,
la que caía, a las 8, 15 , la que formaba la rosa negra de los tiempos,
la que mutilaba y desordenaba tantos piernas y brazos,
la que arrasaba con el aire, a través del aire, la enorme lágrima,
en rosa, en negro, en rosa,
Hiroshima muriendo,
Hiroshima, grave, oscura y triste aullando al cielo.

Nota: La imagen pertenece a Jerry Glisch.