domingo, julio 30, 2006

El precio del amor-cuarta y última versión-

Parecía que los manzanos siempre hubieran estado ahí. Ese Noviembre, la tierra pastosa y densa que se levantaba del terraplén los agobiaba, cubriéndolos de una lámina amarillenta de polvo y médano. Daban unos frutos colorados y fríos, de piel leve y azucarada. Los había plantado la Tera el año en que se fue de su casa, y se instaló definitivamente en la escuela, en la habitación vacía que quedaba al fondo, a esperar que la muerte la pasara a buscar, junto con las gallinas y el perro albo, porque no concebía la muerte como una disolución, ni como algo distinto a la vida cotidiana y efímera, sino como una continuación en una dimensión distinta, donde los animales, las cosas, y todo, vivían la vida de siempre, sólo que embellecidos por cierta luz ambarina y crepuscular. De esta luz brotaban, decía, todas las cosas buenas y amables de éste mundo: la madera, la miel, los gatos. Algunas tardes se lo repetía a Julia mientras pasaba la escoba lentamente por el piso de las aulas. Primero abría las ventanas y sacudía los borradores, luego corría los bancos uno por uno, barriendo los papeles de caramelos, la cáscara de las frutas, y la tierra que los chicos traían en los pies; finalmente, mojaba el lampazo con keroseno y lo dejaba deslizar, una y otra y otra vez, hacia atrás y hacia delante, hasta que los pisos brillaban. Julia se sentaba en una esquina, la miraba hacer y fumaba. No se lo permitían en la casa, porque a los trece años era un acto de vandalismo y rebeldía, y de ofensa a Dios. Por esa razón, al llegar a la casa, la madre le sacaba toda la ropa y la olía minuciosamente, prenda por prenda, para saber si ese día había fumado, si había intercambiado perfumes o golosinas con los demás, si alguien le había pasado la mano por la cintura y hasta dónde había llegado. La ropa era un mapa de olores, de rastros de otros cuerpos, un juego inusual concebido para ciegos y perros, pero Julia había aprendido a burlar la vigilancia sacándose el uniforme cada vez que encendía un cigarrillo.
Se desnudaba despacio, prenda por prenda, tomándose el tiempo para cuidar las tablillas del uniforme, el giro inusual del corbatín cruzado por un alfiler de cierto y meticuloso primor, la camisa planchada. Ordenaba y doblaba todo, y lo guardaba en el cajón del escritorio, no sin antes haberse asegurado que no quedara nadie en los pasillos. De pronto, en un giro casual de la cabeza, vio dos ojos claros pegados al vidrio, el pelo alborotado por el viento y el calor, las manos húmedas marcando el contorno de un rostro sudoroso contra los cristales del aula. No alcanzó a discernir si era su desnudez a medias lo que miraba el extraño, o el cigarrillo, o todo eso junto; quizá el cuadro en el que colaboraba la penumbra de esa hora, con la adolescente sentada en el rincón, dobladas las rodillas y el cigarrillo a medias, y la vieja desdentada que limpiaba maquinalmente el piso, concentrada como estaba en su cansancio. Pero lo que fuera, lo había inmovilizado, como si de sí mismo se hubiera desprendido un bloque temporal, y marchara a velocidades inusuales, mientras él, que seguía extático, comulgara con una eternidad donde las cosas se estacionaran simplemente a vivir, siendo en todo momento iguales a sí mismas, flotando en una dimensión donde parpadear o mover las manos, se transformaba en un acto físicamente doloroso que le consumía todas las capacidades. Pero entonces algo sucedió, algo que lo restableció al ritmo convencional de los acontecimientos, y fue el grito de Julia, una voz descarnada y seca, grave para su edad, donde se reconocían matices de ira y de vergüenza.
Se vistió apresuradamente, apagó el cigarrillo, tomó sus útiles y salió a buscarlo. Fabián estaba escondido atrás de los manzanos cuando ella llegó corriendo y se detuvo a mirarlo, porque todo él le ejerció de pronto una fascinación extraña, semejante a la que inspira la ferocidad de algunos animales, aunque lo que Julia veía no era crueldad, sino una tristeza repentina e inusitada, una melancolía que si bien se traslucía en lo físico, no era sino algo espiritual que desbordaba la carne y se patentizaba de alguna forma en los ojos claros y abiertos. Entonces, como si fuera un acto piadoso, ella extendió la mano hacia los frutales, cortó una manzana y se la entregó a él en las manos, cerrándoselas despacio. Luego dio la vuelta y se fue por el camino de tierra, caminando entre el polvo, un paso delante de otro, sin ninguna convicción ni entusiasmo.
Después de ese día, trató muchas veces de acordarse de los ojos del extraño, o de su temblor en las manos, sin conseguirlo nunca.

Nota: La imagen pertenece a Janez Krizan.

viernes, julio 28, 2006

Mi yo.



Mi estado gregoriosamsiano.
Mi cucarachicidad, antes mujer y amanta.
Mi metamorfosis kafkiana.
Mi escarabajitud de coleóptero pisado por zapato charolado de mujer alta y pesada.
Mi no-estar-siendo.
Mi ser-a-veces un corazón tenso recostado sobre la noche.
Mi lento desplazarme por la falda de los ángeles, y las alas de las langostas.
Mi perrosidad llevada al extremo del hambre y el sueño.
Mi yo no sé qué de iglesia venida a menos.
Mi madammebovarysmo.
Mi ojo de voyeur (vuaier) suspendido en el centro de un hotel de paso.
Mi pajaritud más clara rota por los gatos de la tristeza.
Mi animalidad herida y mutilada, sedienta de sangre de codornices o de venganza
Mi ropero de faldas transparentes y lustrales.
Mi sanfrasciscanísimo manto azul, tejidos con animales del Gubbio y del corrompido Vaticano.
Mi pietá, de mármol, usada para escalar hasta el techo y recoger huevos de araña.
Mi panteísmo, que me arranco a veces con el corazón, para dárselo a lamer a las brujas y a los Judas.
Mi sogno daliniano.
Mi yo, demasiado usado, demasiado roto, mi yo de 27 años.
Nota: La imagen pertenece a Natalie Shau.

sábado, julio 22, 2006

Recuerdo.



¿Qué eras, entonces, digamos por 1995?
La opera proibita que las nenitas de mamá tocábamos de oído.

miércoles, julio 19, 2006

El precio del amor -tercera versión-

En la casa siempre faltaba el azúcar. Cuando llegaba la hora del café, y todo estaba dispuesto sobre el mantel de hule, se comenzaba a escuchar el tintineo a cencerro de la cuchara que golpeaba contra la hondura de la azucarera. Primero con suavidad, raspando las orillas con cierto extraño sigilo, para que los demás no advirtieran la ansiedad; luego con pequeños golpecitos hacia el fondo, tratando de hacer caer los restos que se acumulaban en las orillas; con ira, finalmente. El padre sabía que en la casa no había azúcar. Ni en las alacenas, ni en la improvisada despensa, ni en los tarros de leche, pero gustaba de repetir el ritual como un acto de provocación, porque mientras llevaba a cabo estas acciones, miraba de reojo a las mujeres que impávidas tomaban su café con leche y organizaban mentalmente el día: la ropa sucia en el lavadero, la comida de los peones, el olor fuerte de las cebollas en la quinta, los huesos para Galíndez que había que hervir hasta llegar al sancocho. De memoria, cada uno ejecutaba sus pocos y precisos actos cotidianos, porque todos sabían que en eso residía una calma cómplice, y a la vez, imprecisamente traicionera. Porque si bien la rutina proporcionaba cierta sosa tranquilidad, también era cierto que esa misma inalterable serie de actos repetidos era un pequeño y doméstico infierno, un tiempo circular que sólo mostraba sus fisuras cuando la leche hervía de más y se derramaba en la cocina, cuando alguien llegaba a descargar semillas, o porque el sudor salino agujereaba las camisas y entonces había que correr al pueblo a comprar tela y coser dos, tres, cuatro nuevas camisas.
Esa mañana, sin embargo, el padre decidió romper el círculo, porque el grito que resonó en toda la casa no podía ser sino eso: algo que dejaba de ser una unidad, para comenzar a ser una diferencia, un grito que había nacido en un instante como una planta trepadora y había recorrido todas las habitaciones, como una onda expansiva que fuera carcomiendo hasta el más mínimo signo de cotidianeidad: - ¡Mierda! ¿cuándo mierda va a haber azúcar en esta casa?.
Julia escuchó el grito como desde el fondo de un tanque, pero a través de la realidad vidriosa y un poco desfigurada vio las lágrimas de la madre, y alcanzó a medir el tiempo que había pasado desde que le había visto realmente el rostro. No coincidían la piel ajada ni el pelo entrecano, ni ese peinado un poco deshilachado, con la mujer inacabable y tal vez hermosa que conocía de antes. Una desdicha débil y pesada le comenzó en el estómago, y se fue a su cama, a fumar y a pensar. En la habitación de al lado, alguien escuchaba la radio. Nunca lo había conocido, no sabía quien era ni qué olor tenía. Era un peón, sabía por su madre, y sólo podía verle las espaldas a la mañana cuando marchaba al campo de a pie, seguido por dos o tres perros flacos y sucios, y por la noche, a través del agua que corría en el lavadero contiguo, la radio puntualmente encendida, el sonido a huesos de la cama vieja de madera en medio del silencio. De cierta forma, ella siempre había esperado que esa habitación se ocupara con alguien, no importaba demasiado con quién, o porqué, pero desde entonces, contaba con cuidada precisión los días que habían pasado: un año, tres meses, diez días. En ocasiones, cuando nadie la veía, cruzaba la habitación, observaba los zapatos del extraño, la crema de afeitar, la radio vieja y gris sobre la almohada. En ocasiones, también solía robarle un pedazo de jabón, y al bañarse, lo pasaba lentamente por el sexo, como al descuido.

Nota: La imagen pertenece a Pavel Kaplun.



jueves, julio 06, 2006

El precio del amor -segunda versión-



...Hoang:
Escucha.../¿En qué otro mundo de cerezas raras/ oí tu voz? ¿En qué planeta lento/ de bronces y de nieve, vi tus ojos/ hace un millón de siglos? ¿Dónde estabas? / Fuiste agua hace mil años. Yo era raíz de rosa, y me regabas... / Fuiste campana de Pagoda, yo era / nervio del ojo que miró a tu bronce./ Nos hemos perseguido /alma con alma, atravesando cuerpos /peregrinos de venas y latidos, / por pieles de animales, por estambres, / escamas, esqueletos cortezas; /por mil cuerpos y sangres diferentes, / alma con alma, cincelando torres /de espíritu con lágrima y sonrisa...
Cui-Ping-Sing; Agustín de Foxá.

...

La gruta de Santa María del Rosario está sobre la autopista 36 desde hace más de ocho décadas. Julia recuerda haber peregrinado desde el pueblo cuando tenía nueve o diez años, con su madre, y algunas vecinas que llevaban pañuelos en la cabeza. Recuerda haber entrado al espacio silencioso, y haber bebido agua helada de la canilla. Recuerda haberse arrodillado sobre la gramilla caliente, por cansancio más que por devoción, y haber seguido el rezo de las viejas por el movimiento de las bocas y las barbillas arrugadas, apretadas, de donde nacían algunos vellos negros y fuertes. Recuerda haber leído cierta serie de obscenidades, en el vidrio que separa la imagen del mundo exterior. Las habían escrito con velas derretidas, con un trazo redondo e infantil. Recuerda los pinos por el olor fuerte, que le entraba al cuerpo y le dejaban una sensación a muerte.
Ahora se le hace tarde y acelera para hacer camino, pero el recuerdo vuelve. Ella cree que los recuerdos son insistentes como una paloma frente a un vidrio. La realidad, apenas insinuada está allí, como una pintura; la paloma querrá entrar y se golpeará, una, dos, tres veces: el vidrio no cederá. Si cede, el recuerdo entra, pero la realidad se destroza, no hay forma de combinar ambos, de establecer una comunión.
Julia siente sed y mira la hora. Es posible que llegue al pueblo antes que cierren los negocios. La ruta es una cinta feroz, de curvas repentinas o pronunciadas. Lejos y cerca, los jornaleros vuelven al pueblo, caminando con cierta pesada indiferencia por la banquina. Todavía no han llegado a la alameda, ni traspasaron el primer cementerio, y la tarde comienza a caerles en el medio del cuerpo, con rayos y vibraciones hostiles. Julia ve que en el grupo que va adelante, uno se rezaga y pone una rodilla en el suelo para acomodarse los zapatos. ‘Una rodilla flaca y huesuda’ se repite Julia, ‘o no, es fuerte, ese hombre es fuerte, pero hay algo en el sol que hace que todos parezcamos fantasmas’. Maldonado desacordona el zapato y ve las ampollas blancas y tibias, casi a reventar, que lo torturan. Siente un ruido, atrás, a motor seco. Debe ser una Ford, piensa. Examina despacio el pie izquierdo mientras el sonido crece y dos o tres insectos verdes o anaranjados comienzan a colarse en su camisa. ‘Deben ser anaranjados, no más, por cómo pican’. Su pie está inflamado, rojo en partes y muy blando y húmedo en la parte de las ampollas. Entretanto, la mujer ve el perro albo cruzado en el medio de la ruta, los ojos muy negros, todo el cuerpo asentado sobre las patas traseras. Julia intenta frenar y el vehículo no responde. Julia cree que el animal se correrá a tiempo, que debe ser de alguno de los jornaleros, y entretanto prueba a encender las luces, a abrir los vidrios, a hacer algo que marque la diferencia entre estar yendo derecho, derecho, hacia el perro albo que, impasible, menea la cola en el medio de la nada y la espera. Y sin embargo, va hacia allá, prodigiosamente, como si de pronto nadie tuviera alma salvo el vehículo, porque Julia ve cómo las cosas se han paralizado, y todo el grupo que ya está a cincuenta metros de ella, se da vuelta y le hace señas con la mano, pero unas señas lentas y pausadas, como si fueran gestos hechos desde la eternidad hacia el tiempo literal, como si ella, que siente el corazón golpeándole entre las costillas, estuviese atrapada en un túnel, o en el cordón umbilical de una madre equivocada. Entonces ve los ojos negros casi tan cerca de ella que parece mentira, y escucha un golpe, un solo golpe seco en donde se mezcla la dureza del hierro contra la dureza o la debilidad de la carne.
La camioneta se ha detenido, todos corren hacia ella y ella sigue allí. Ha recuperado su tiempo, el propio, y escucha los gritos: - Mataron a Maldonado, mataron a Fabián... Julia se baja, ve el hombre tirado en la ruta, la cara con un poco de sangre, pero sólo un poco, el pelo castaño, hacia atrás, los ojos abiertos y claros, sin expresión. Lo mira mientras todos llegan, y tiran sus bolsos, sus azadas, y gritan, gritan mucho, le gritan a ella, le gritan a un tipo de un camión rojo para que pare, para que ayude, para que llame a alguien. Ella lo mira, solamente, observa la muerte en el momento llevárselo sin remedio, observa la diferencia inicial. Piensa que así y todo, es un hombre fuerte. Hermoso, piensa.

Nota: La imagen pertenece a Igor Sokolov.

domingo, julio 02, 2006

El precio del amor -primera versión-




"Proximus a domina, nullo prohibente, sedeto, iunge tuum lateri qua potes usque latus; et bene, quod cogit, si nolis, linea iungi, quod tibi tangenda est lege puella loci."
Ovidio, Ars amatoria, I, 139-142.


(Siéntate al lado de tu dueña, si nadie te lo impide; acerca tu costado al suyo todo lo que puedas, sin miedo, puesto que, aunque tú no quieras, la estrechez de los asientos obliga a juntarse y por imposición del lugar has de rozar a la joven.)



....
A las 11, 50, Julia sube a la Ford amarilla. Dobla desde el patio hacia la fila de olmos, y desde allí toma el camino principal hacia la ruta. En tres ocasiones el motor parece fallar, y en tres ocasiones, la mujer controla el tablero. Siente algunas gotas de transpiración bajándole desde la nunca hacia el borde del pantalón. Es Enero y viaja por un camino amarillo y movido, de guadal. De vez en cuando, el sonido de una mosca que se cuela por las dos ventanillas abiertas.
En ese mismo momento, Fabián Maldonado camina por la banquina de gramilla de la ruta 36. Siente cierto raro ardor bajo los pies. Piensa que son las medias de nylon, o la plantilla desgastada de los zapatos. Reconoce, sin mirar, el olor fuerte y mentolado de la alfalfa y la cebada, y por cada paso que da, se va fijando metas: aquel poste de luz cuya numeración corresponde al 32/18, un cactus que echa flores anaranjadas, el pelaje de un gato muerto. Va cumpliendo sus objetivos minuciosamente, pero el ardor de las plantas aumenta, igual que la sed, y mira hacia atrás a cada rato, esperando que alguien pase.
A Julia le faltan cien metros para llegar a la ruta y desacelera progresivamente, enciende la radio, frena, mira hacia la izquierda, y cuando va a poner primera para ingresar a su carril, el motor se para con unos estertores raros. Tres veces intenta Julia poner en marcha la camioneta y por tres veces, el motor responde con ruidos secos, de sed antigua. Se baja, llama al auxilio, enciende un pucho, y se deja estar. Es una estatua sudada y morena, de senos grandes, que siente cómo el mediodía es capaz de aplastarla, de morirla. Mira la hora, y camina hasta la gruta de Santa María del Rosario. Allí toma agua de la canilla, toca con los dedos el vidrio sucio de velas y se tira en el pasto a descansar unos minutos. No sabe que Maldonado llegará a la ciudad y se irá inevitablemente de su vida. Aunque nunca estuvo. No sabe quién es él, ni porqué nunca lo ha imaginado. Él sí la ha imaginado a ella, de modo tan patente que a veces tiene miedo que aparezca, y por eso apura el paso para que nunca lo alcance. Pero el destino ya hizo eso.

Nota: La imagen pertenece a Nahoj Sennah.