lunes, octubre 16, 2006

Los cuervos


Que se acerquen los cuervos,
que te besen en lo dulce
que hagan con vos lo que quieran
que te maten,
que te profanen el sexo,
que te iglesien,
que forniquen en tus ruinas,
en el mantel con tus migas,
en tu copa de cristal con la mandrágora,
que te dragonen el bosque del pensamiento,
que ausculten tus tiernas amígdalas de ciervo,
que te rastreen por la sangre la primera hostia,
que te coman, amor mío, los ojos,
que te taconeen la lluvia, la tristeza,
que te cercenen el rasgado terciopelo de tu lengua,
que abran y cierren sus garras sobre tu pecho,
que duerman sobre tu corazón
como sobre un colchón de hojas podridas
como sobre un nido en Huangshan,
que se beban el espeso líquido de la sangre,
que amasen el calidoscopio de tu iris
que procedan con gracia, con ira, con ciencia,
que destruyan tu casa, que la quemen,
que infecten tu cama, tus cortinas,
el sagrario con la foto de tu madre,
que corrompan a tus ángeles,
que les muerdan el comienzo de las alas,
las vértebras perfumadas,
el caramelo torpe de sus bocas,
que les quiebren los dedos,
que te ateícen,
que envenenen tus corderos,
tu pan de comer, tu jarro del agua,
que te nieguen,
que te invisibilicen,
que te fantasmen,
que te pierdan.

lunes, octubre 09, 2006

Poema rescatado de la papelera.


El mundo es grande y estamos solos.

Aún cuando es infancia
y ardemos
encontramos, de pronto,
un gusto amargo en la leche:
sangre, quizá, del pezón mordido.

No entendemos qué es
hasta que alguien, por primera vez,
lo nombra,
y hemos cruzado el alambrado
hasta una cierta casa de silencio.

Allí, unos contra otros,
encontramos nuestros muertos,
apilados, los ojos secos,
el sexo mustio entre la maleza y las flores.

Tienen un gesto maduro en la boca,
un gesto de carne y máscara,
donde se pudren las frutas y las palabras,
donde todo lo que es triste, empieza.

lunes, octubre 02, 2006

Libro de seres imaginarios de la América Hispánica y Precolombina.

El escritor riocuartense Jorge Esteban Giacomelli me ha cedido, generosamente, parte de su obra en preparación ‘Libro de los seres imaginarios de la América Hispánica y Precolombina’, cuyo universo imaginativo se mueve alrededor o en la periferia de las crónicas de indias pertenecientes a Centenera, retratando una fauna extraña que se aviene perfectamente a la imagen de una América exuberante y aún desconocida.
Jorge, gracias.

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ALGUNOS SERES DESCRIPTOS POR MARTÍN DEL BARCO CENTENERA

En el canto tercero del vasto poema épico histórico conocido como “La Argentina”, que, pretendiendo ser una crónica particular de Indias, se supone fue escrito parte en Asunción o en algún punto del Paraguay y tal vez terminado en el Perú entre los años 1576 y 1599, pues no hay documentos que lo prueben con excepción de una carta sin fecha ni firma existente en el Archivo de Indias atribuida al arcediano Martín del Barco Centenera, quien dice en dicho documento tener escrita una relación del Río de la Plata y del Perú, podemos comprobar, además de los excesos de la imaginación que acompañaron siempre a los primeros cronistas de Indias, la existencia de una fauna inverosímil, pero quién sabe si acaso no real, que suma al encanto de las nuevas tierras del poniente el agregado valor de un pasado mítico y relativamente reciente.
No es mucho lo que se sabe de Martín del Barco Centenera, sólo podemos constatar su existencia sobre la
base de los escasos documentos que evidencian su alistamiento en la expedición de Juan Ortiz de Zárate que llegó a Asunción el día 8 de febrero de 1575, expedición ésta que sufriera todo tipo de privaciones y penalidades apenas hecha a la mar un día muy difícil de precisar dentro del año mil y quinientos y setenta y dos, año en que Juan Ortiz de Zárate zarpara de Sanlúcar de Barrameda.
Es muy poco, también, lo que se sabe acerca las circunstancias que rodearon la muerte del arcediano. Asumo que la muerte debe haberlo encontrado en un estado lastimoso y casi demente y totalmente abatido por los avatares de su frustrada carrera eclesiástica que lo relegó siempre a cargos de jerarquía secundaria en América, en donde se le acusó mediante proceso de haberse excedido en su autoridad de comisario de la inquisición en perjuicio de indios y blancos pobres. También se asevera sobre él el hecho casi imposible de verificar— por el simple transcurrir de los años— de haber llevado una vida licenciosa y de tener amores con mujer casada (este proceso se encuentra en el Archivo de Simancas, y en el mismo se resuelve condenarlo al pago de una
pecuniaria de doscientos cincuenta pesos. Este hecho ha sido extensamente comentado por Toribio Medina en su obra “La Inquisición en el Río de la Plata”.).
En la obra que nos interesa, el arcediano sobreabunda en la descripción de batallas, hambrunas, heroicidades, lamentaciones y regocijos de los peninsulares, hechos éstos que bien podrían ser tan irreales como la fauna insólita que con tanto detalle y poca gracia describe en los versos del canto tercero. Con respecto a esta última podríamos hacer algunas aseveraciones interesantes: que el carbunclo, por ejemplo, no puede ser otra cosa sino el deseo de documentar la sed de riquezas que acompañó a toda aventura de los españoles en América; curiyú, la serpiente, probablemente sea la exageración renacentista de una anaconda, mientras que la sirena de Itapuá debe ser considerada como el relato de un religioso senil carcomido por la sífilis, el hambre, la pobreza y el olvido.
EL MICUREN



Es un animal de pequeña hechura. Habita entre las ramas más altas de los frondosos árboles de la selva tupida. Tiene un hocico como de rata de peste negra y unos ojos vivos y pensantes cual si se tratara de un imperfecto mono de la tierra descripta por los portugueses. Es el micuren, a pesar de su media onza, un animal bravo y de pelea acérrima. La hembra de esta bestia fue dotada de una bolsa en medio de los pechos. Allí, ella es capaz de cobijar hasta ocho hijuelos de los que no se desprende ni siquiera cuando da combate a los jaguares. Pero en viéndose libre de duelos y de males, ábresele la bolsa dejando ir a sus cachorros que en mucho se parecen a las crías prematuras de los conejos de Europa.

YURUMÍ, EL OSO HORMIGUERO DE INDIAS

Es de oso en todo su natura aspecto, salvo sus extrañas fauces, puesto que por boca tiene un muy chico agujero. A pesar de su corpulencia de novillo grande y de sus ojos de venado enfermo no es éste un animal carnicero. Es, pues, la angostura de su hocico lo que le priva de serlo. A pesar de todo Yurumí es asesino de tigres, grandes o grandísimos. En viéndolo venir abraza mortalmente a éste con sus dagas de cimitarra mora. El tigre da su último y mortal rugido. Luego cae arrastrado al suelo. El peso de yurumí échale por tierra. Luego de tan grande y mortal abrazo el tigre desmaya y de hambre muere.

EYRA

“El instinto de un vil animalejo, eyra ha por nombre, me ha admirado; (...)”[1].
Es de suerte y forma de un conejo. Más su pequeñez no impide la feroz actuación de sus carniceras pulsiones. Puede matar mulos de Lima, cerdos grandes, cimarrones o comarcanos, bueyes o venados. Domina la técnica del salto y préndese a toda cogotera. Se aferra firme en el pellejo y en el sesero da fiero bocado. Hay veces en que hace tal camino con sus uñas que es capaz de arrancar los intestinos de sus presas.
[1] Martín del Barco Centenera, op. Cit., canto tercero

CURIYÚ, LA SERPIENTE DE CENTENERA

“Es nombrada curiyú; muy grande y espantosa, de largo, y de grosor descompasada. (...)[1]”. Puede verse entre las tierras de los chiriguanos y de los tupí guaraníes y cuenta Centenera que tiene doce varas de largo y que es de gruesa tan grande que dentro de ella de seguro cabría un buey. Lleva en la cola una navaja de hueso y con ella abre por el sesero a los animales que coge, por fuertes que sean, y se los traga chupándolos enteros. Lo que ha comido y traga lo engulle y no lo bosa ni echa por abajo; sino que por instinto natural va a lugares húmedos, échase de barriga y, pudriéndose su cuero, se abre echando aquello que en nada le aprovecha como las osamentas y las porquerías que ha tragado. Y así, descargada y sangrante, va a restregarse entre unas yerbas donde procura cerrar sus heridas y sanar. Esta operación suele llevarle hasta veinte días, y sólo quien así la encuentre puede matarla.
Pedro Orellana, Alonso de Almería, Hernando de Zárate, caballero de Santiago, y Rodrigo de Valdivia, quienes han visto sus nidos y examinado sus excrecencias, afirman que se ha tragado artes enteras, vendaos grandes, prelados, arcabuceros, caballos, caballeros, doncellas indias y pequeños navíos con sus jarcias, velas y hombres de marear.
[1] Martín del Barco Centenera, La Argentina, Canto tercero.

LOS COME PAGANOS DEL PARAGUAY

Martín del Barco Centenera describe con una minuciosidad digna de un naturalista de nuestro tiempo las diversas naciones que habitaban la inmensidad de la selva paraguaya, pero se detiene, tal vez guiado por sus escrúpulos de cristiano temeroso de Dios, en las costumbres de la nación Chiriguana. Los describe como seres sub humanos y de rasgos difíciles de reconocer entre gente cristiana. Tal vez Centenera haya llegado a esta conclusión luego de ver sus badajos desnudos y puerilmente expuestos, cosa que no es de extrañar pueda haber provocado un hondo malestar en cualquier espíritu renacentista. Al referirse a los Chiriguanos, Centenera afirma que por la época de sus expediciones ya hacía mucho tiempo que éstos habían dejado atrás esta práctica de comerse vivos a sus prógimos, aunque no desmiente la posibilidad de que esporádicamente sucumban a la tentación de la carne humana. Pero sólo carne de paganos, pues, aparentemente a estas gentes desgraciadas se les ha revelado la palabra de Dios Uno y Trino de una manera tan fuerte que temen repetir el original pecado de cometer la herejía de masticar crudo el cuerpo de Cristo, que, dicen, ha venido a estos páramos vistiendo armadura de guerrero de Castilla, a lomos de extraño animal y empuñando una cruz que corta de tan sólo rozarla con los dedos de la mano. Hablando con ellos, Centenera cuenta que la Divina Revelación vínoles un día en que habiendo sucedido una gran comilona de españoles enfermaron en grado tal que muchos de ellos perecieron. También le dieron a entender por señas que la carne pagana es menos desabrida.

LA SIRENA DE ITAPUÁ

No da cuenta el arcediano si el nombre Itapuá designa a una piedra enorme, a una laguna o, simplemente, a una sirena; pues a veces parece confundir a lo largo del fragmento atributos minerales, acuíferos o animales. La redacción de ese verso en particular es bastante confusa y es posible que Itapuá sólo haya existido en la imaginación renacentista de Centenera o, quizás, esos versos tan indescifrables constituyan una prueba irrefutable de que el arcediano haya padecido al final de su vida una leve locura senil. Centenera describe a veces a Itapuá como a una peña viva muy derecha y como de cien codos verticales enclavada en medio de una laguna, aunque esta descripción no parece guardar ninguna ilación con el relato subsiguiente; pues Centenera, sin guardar el menor respeto por las prelaciones e ilaciones propias de los relatos o de las crónicas, describe sobre aquel peñasco los restos de un nido enorme hecho de olorosa madera que alguna vez ha sido la morada de una bella y hermosa sirena que, aún habiendo perecido ahogada en medio de la laguna, aparentemente continúa gimiendo y esparciendo sus dorados cabellos sobre las tranquilas aguas de su muerte.

EL CARBUNCLO

Llámase a este animal en guaraní, lengua de los comarcanos de estas Indias, Oñángue-pita: o diablo, porque reluce como fuego. Es un animalejo algo pequeño. Como característica particular, que lo distingue de cuanta cosa de natura hay por verse en este mundo, es su extraño espejo reluciente como braza que lleva en la frente. Este espejo parece arderle. El espejo puede cambiar de brillo o enturbiarse según el temperamento feroz o moribundo de tan extraña criatura. Reluce como el sol cuando caza, y eso lo vuelve visible en la espesura; pero es difícil de atrapar, pues como buen diablo corre como el viento. Se enturbia si le hieren, cosa que no sucede a menudo. Este espejo constituye así mismo la ruina del carbunclo, pues vale su brillo en oro. Se dice que llegaron a Cádiz dos cargamentos de espejuelos de carbunclo escondidos en el lastre del Santa Marta de Compostura. Esta aseveración es dudosa, pues son pocas las referencias históricas acerca de su captura. Sólo consta el testimonio oral de un tal Anagpitán, quien dijo haber atrapado uno vivo. Menos creíble es la versión de Rui Díaz Melgranejo quien cuenta haber dado muerte a uno con una simple hacha de desmontar sólo para lamentarse de su suerte luego de arrojar su presa al río Paraguay. Aseveraba Melgranejo que una vez que le fuera quitado el espejo, éste enturbióse tanto que perdió su brillo y, por ende, su valor.

Nota: Las imágenes que ilustran los textos pertenecen a Alessandro Bavari.