domingo, abril 27, 2008

Algunitas...


/algunitas poetas que conozco mueren por morirse
muy jóvenes,
muy putas,
y extremadamente talentosas
(pero el orden puede variar)/
/he contado:
dos que esperan meter la cabeza en el horno,
una, meterse el seconal en la garganta,
otra se abre, cada tanto,
las venas
por si allí encuentra
el caudal imaginativo/
/cuando notan a Fulano en una reunión,
ponen cara de buey zonzo,
sofocan las risitas,
y le hablan de ‘Fucó’
o ‘Deguidá’,
por si sus reputa-
ciones
ascienden
oh, sí, de algo hay que hablar
en el poema
mucho mejor si es sobre
la Gran Tragedia de Sus Vidas,
nenas que papi abandona,
que mami desama,
que cobayo muere aplastado
por camión lechero
femmes fatales
de todas maneras/

qué pena que yo sea provinciana
haga la siesta,
vea los simpsons
y que jamásmente logre comprender
cómo carajo se convierte una
en poeta de endeveritas




lunes, abril 14, 2008

Orilleros e ilustrados.

Hay una frase que se atribuye a Moreno: “yo me voy, pero la cola que dejo es larga”. Parece que la dijo al embarcarse, como orgullosa y amenazante despedida. No le faltaba razón: esa cola llega hasta nuestros días, andan todavía entre nosotros los morenistas. Aunque, obviamente, no se refería a éstos el doctor de Chuquisaca, sino a los otros, los de ayer, aquéllos que quedaron en el Plata, en ese comienzo del año 1811, para continuar luchando en favor de Buenos Aires y la filosofía. ¿Quiénes eran?
Eran los intelectuales, los jóvenes de luces, aquellos que habían descubierto la revolución de manos de Rousseau, la minoría ilustrada, los hijos de Buenos Aires. Sabían hablar, dar discursos, se rendían mutuo respeto y reconocimiento, gustaban reunirse en los cafés, en uno especialmente: el de Marco (o Malco). Eran los civilizados. Los que hablaban del pueblo porque habían encontrado este concepto en el Contrato social. Los que pensaban que Buenos Aires debía hegemonizar la revolución. Los que despreciaban a las provincias y sus representantes. Los seducidos por las luces de Francia y el poderío y la eficiencia de Inglaterra. Los que temblaron de indignación y temor ante la irrupción de los oscuros “orilleros” porteños en la Plaza Mayor.
Reunidos inicialmente en un Club (denominación tomada, por supuesto, del Club de los Jacobinos), fundan, el jueves 21 de Marzo de ese año de 1811, la Sociedad Patriótica. Allí se desarrolla y consolida la ideología morenista. Pero no alcanza. Saben los jóvenes ilustrados que necesitan otros resortes de poder para derrotar a Saavedra y los provincianos. ¿Con qué cuentan? Con los masones de la logia del doctor Julián Álvarez. Con importantes miembros de la Junta: Vieytes, Azcuénaga, Rodríguez Peña, Larrea. Con un regimiento: “La Estrella”, fundado inicialmente por Moreno y ahora al mando de Domingo French. Y con las páginas de la Gazeta de Buenos Aires. ¿Será suficiente?
El clima golpista se acentúa. Se había logrado como se logra siempre: con denuncias sobre la ineficacia del Ejecutivo (ya vaticinada por Moreno), con una intelectualidad altisonante e indignada, con una prensa adicta y un regimiento cohesionado y listo para actuar. Tampoco faltaron los juicios condenatorios sobre la moralidad de los integrantes del Ejecutivo.
Estaba todo listo. Habían sido ya denunciadas las ambiciones de Saavedra, su oscuro concubinato con los hombres de las provincias, habían quedado en claro las falencias del Ejecutivo en momentos en que había que actuar con rapidez y energía (como lo había hecho el maestro Moreno), estaba ya avisada la parte decente de la población de Buenos Aires de los peligros que corría en manos de ese militar provinciano y plebeyo. Sólo quedaba ahora un camino: la renuncia de Saavedra y los diputados de las provincias y la ascensión al poder del partido morenista. Y para conseguir esto es que era necesario el golpe de Estado.
Es cierto que militarmente la situación era claramente desfavorable a los ilustrados jacobinos. Saavedra, en efecto, mantenía control sobre los regimientos de Patricios, Montañeses, Arribeños, Húsares, Granaderos y Artilleros. Que es mucho decir. Pero también es cierto que un golpe es justamente eso, un golpe, y no se decide solamente por el poderío militar sino por otros elementos que pueden alterar por completo la situación preexistente: la sorpresa, la astucia, la decisión. Y también la claridad ideológica, que es muy importante y los morenistas la tenían. Por eso, todo estaba listo. Hasta que ocurrió algo, un extraño suceso que nadie esperaba.
El pueblo de las jornadas del 5 y 6 de abril de 1811 llegó a la plaza histórica pacíficamente. Casi en silencio. Sabiendo que su sola y masiva presencia era el más elocuente testimonio en favor de sus ambiciones de justicia. Querían, aquellos orilleros de vida sencilla, afirmar la presencia de su jefe de gobierno. Se sabían representados por él y habían ido hasta allí para hacérselo saber.
Llegaron a la plaza como lo que eran: peones, artesanos, gauchos de los arrabales. Traían indiferentemente sus instrumentos de trabajo y su alegría. Porque hubo guitarras esa noche en la Plaza Mayor, rasgadas por hombres de poncho y chiripá, en medio de fogatas y caballos fatigados. Eran el pueblo, el pueblo sin más, que había llegado a esa plaza para decirle a Saavedra que estaba con él. Para testimoniarle, en fin, su participación entusiasta y no su indiferencia.
La alarma cunde entre los representantes del grupo ilustrado. Larrea, Paso, Vieytes, Peña y Azcuénaga corren presurosos hasta el domicilio del deán Funes (a quien consideran instigador –junto a Saavedra- del movimiento) y le aseguran la inexistencia de todo intento golpista y su respeto al gobierno. Pero el deán nada sabe de lo que está ocurriendo, como tampoco lo sabe Saavedra, pues también ellos habrán de negar a ese pueblo que les ofrecía su generoso respaldo. Los ilustrados, entonces, se dirigen al Fuerte en busca de más informaciones. Ahí está Saavedra, el líder por el cual el pueblo se había llegado a la Plaza, el político que ahora debía instrumentar revolucionariamente el nuevo poder que se le otorgaba. Pero no: Saavedra está tan alarmado y sorprendido como los jacobinos de la Patriótica. ¿Qué hace allí el pueblo, qué quiere la plebe, qué significan esas fogatas, esas guitarras, esos ponchos y chiripas? Quienes están en el Fuerte, no obstante, se muestran reacios a creer en su inocencia. ¿No es acaso él mismo un provinciano, un potosino? ¿Ignora que esa gente de la Plaza está exigiendo su fortalecimiento en el gobierno? Todo parece señalarlo como responsable del movimiento.
De la masa popular se escinden dos representantes: el doctor Joaquín Campana y el alcalde de Quintas Tomás Grigera. En la mañana del día 6 entregan un petitorio que expresa el deseo de los orilleros. Y que eran, entre otros, los siguientes: separación de la Junta de los vocales Peña, Vieytes, Azcuénaga y Larrea; separación de sus puestos de los conspiradores Domingo French, Antonio Luis Berutti, Agustín Donado, Gervasio Posadas y del presbítero Vieytes; elección de los miembros del gobierno mediante el voto popular; separación de sus cargos de Manuel Belgrano y obligación de que regrese a la Capital para responder de sus acciones; fortalecimiento de Saavedra en sus funciones militares y políticas.
El movimiento tiene éxito. “Al caer la tarde (escribe Serrano), los habitantes de los arrabales abandonaron el centro de la ciudad, lenta y silenciosamente como habían llegado, satisfechos de haber conseguido que el “padre de la Patria” como llamaban a Saavedra, hubiera recuperado muchas de las facultades que sus adversarios cercenaron”. El retorno a los hogares también es pacífico.
Los orilleros creen haber ungido un líder. Pero Saavedra habrá de rechazar una y otra vez su responsabilidad en aquellos sucesos: “se me injuria inicua y atrozmente con esta imputación”, será su respuesta. No muy distinta de la del deán Funes, el otro supuesto responsable: “un sacudimiento volcánico en el que el gobierno no tuvo el menor influjo causó la revolución conocida por la del 5 y 6 de abril. Este acontecimiento ninguna complacencia dejó a la Junta.” Es que ninguno, ni Saavedra ni Funes, deseaba dejar de ser persona decente. Y con Saavedra, a quien seguramente le preocupaba menos este aspecto, ocurría algo más: no sabía qué hacer con el liderazgo que se le ofrecía, porque, contrariamente a Moreno, tenía al pueblo pero no tenía un plan. El triunfo de los orilleros y la derrota del partido morenista se transforman así en hechos momentáneos.




Nota: El fragmento reproducido pertenece al libro Filosofía y Nación, de José Pablo Feinmann; Bs. As., Legasa, 1986.