lunes, enero 29, 2007

Apuntes para un cuaderno de música.

Eunice Kathleen Waymon,
en tu breathiness me revuelco como una perra feliz.
En tu voz, que es jade y obsidiana, florezco,
madre negra y muerta.
¿Cómo es que pueden, los gusanos, andarte la lengua?
Si tu boca, toda tu boca
empuja hacia afuera como un sexo,
pariendo un almíbar oscuro y somnoliento.
Te escucho, partida y ronca,
como una pantera
en trances de cópula o de presa que sangra.
Mira, Sigilosa,
yo daré mi cuello a tus dientes,
yo, mi corazón que es grande y cobrizo
como los potros en los campos de Tryon.
Oh, madre en la que no fui,
déjame trotarte en tu cielo de algodonales
en tu húmedo paraíso de blues and soul,
en la cuenca salvaje y florida de tus oraciones,
en la cuerda hambrienta y rota
del silencio
-péndulo atroz-
en donde me sostengo
en donde no me sostengo.

jueves, enero 25, 2007

In-certidumbres.



Ud. cree que yo, que nosotros.
Ud. cree.
Felicidades.
Ábrase, señor muy mío, al mundo.
Cólmese.
Descienda.
Jódase.
Hágase el loco.
Viva y raspe la costra.
Hurgue.
Decodifique.
Meta la cabeza en la sombra,
la mano en el hueco,
la pata en el pozo.
Averigue.
Sáquese las ganas de empezar a ver
lo invisible.
Mire al fantasma a los ojos.
Repte por todos los pasillos.
Ándeme, señor,
el corazón.
Digo, si quiere, si puede.
Si puede perderse, aniquilarse,
ocultarse, mutar en pánico
para –al fin- entender al pánico.
Yo ando diciendo cosas que no sé, ¿sabe?.
Ando –quisquillosa- matándome la cabeza
por decirle que se dice tanto
que una llega al silencio.
Silencio,
note la palabra.
La tonta palabra arbitraria
que le crece al verdadero silencio
como un cáncer medio rarito.
¿Qué tienen en común –piense ud.-
el perro y la soga que lo ata?
Así, yo pienso,
tengo atado a éste perro de tres cabezas.
Lo miro, lo palpo, lo escruto, me imagino cosas.
Como por ejemplo, que el perro es tibio.
Y a veces, también es feroz.
Como por ejemplo, que cuando lo toco,
algo vibra adentro.
Un corazón, un músculo ardoroso,
algo que –se complica-
sigue sin ser el perro.
Como por ejemplo,
que yo lo miro al perro desde mi ventana.
Y cuando salgo al patio,
es otro el perro,
otro el patio,
otra la ventana,
otra yo.
Como por ejemplo,
que una cabeza me lame las heridas,
y que la otra las provoca.
Fíjese en todas estas certidumbres raras.
Fíjese en todo éste no saber nada.
Y sin embargo, ud. cree.
Que yo, que nosotros.
Se agradece, señor,
toda esa fe.
Nota: La imagen pertenece a Michael Meneklis.

sábado, enero 20, 2007

Amorous.





Dédée y Art Boucaya han venido a buscarme al diario, y los tres nos hemos ido a Vix para escuchar la ya famosa -aunque todavía secreta- grabación de Amorous. En el taxi Dédée me ha contado sin muchas ganas cómo la marquesa lo ha sacado a Johnny del lío del incendio, que por lo demás no había pasado de un colchón chamuscado y un susto terrible de todos los argelinos que viven en el hotel de la rue Lagrange. Multa (ya pagada), otro hotel (ya conseguido por Tica), y Johnny está convaleciente en una cama grandísima y muy linda, toma leche a baldes y lee el Paris Match y el New Yorker, mezclando a veces su famoso (y roñoso) librito de bolsillo con poemas de Dylan Thomas y anotaciones a lápiz por todas partes.
Con estas noticias y un coñac en el café de la esquina, nos hemos instalado en la sala de audiciones para escuchar Amorous y Streptomicyne. Art ha pedido que apagaran las luces y se ha acostado en el suelo para escuchar mejor. Y entonces ha entrado Johnny y nos ha pasado su música por la cara, ha entrado ahí aunque esté en su hotel y metido en la cama, y nos ha barrido con su música durante un cuarto de hora. Comprendo que le enfurezca la idea de que vayan a publicar Amorous, porque cualquiera se da cuenta de las fallas, del soplido perfectamente perceptible que acompaña algunos finales de frase, y sobre todo la salvaje caída final, esa nota sorda y breve que me ha parecido un corazón que se rompe, un cuchillo entrando en un pan (y él hablaba del pan hace unos días). Pero en cambio a Johnny se le escaparía lo que para nosotros es terriblemente hermoso, la ansiedad que busca salida en esa improvisación llena de huidas en todas direcciones, de interrogación, de manoteo desesperado. Johnny no puede comprender (porque lo que para él es fracaso a nosotros nos parece un camino, por lo menos la señal de un camino) que Amorous va a quedar como uno de los momentos más grandes del jazz. El artista que hay en él va a ponerse frenético de rabia cada vez que oiga ese remedo de su deseo, de todo lo que quiso decir mientras luchaba, tambaleándose, escapándosele la saliva de la boca junto con la música, más que nunca solo frente a lo que persigue, a lo que se le huye mientras más lo persigue. Es curioso, ha sido necesario escuchar esto, aunque ya todo convergía a esto, a Amorous, para que yo me diera cuenta de que Johnny no es una víctima, no es un perseguido como lo cree todo el mundo, como yo mismo lo he dado a entender en mi biografía (por cierto que la edición en inglés acaba de aparecer y se vende como la coca-cola). Ahora sé que no es así, que Johnny persigue en vez de ser perseguido, que todo lo que le está ocurriendo en la vida son azares del cazador y no del animal acosado. Nadie puede saber qué es lo que persigue Johnny, pero es así, está ahí, en Amorous, en la marihuana, en sus absurdos discursos sobre tanta cosa, en las recaídas, en el librito de Dylan Thomas, en todo lo pobre diablo que es Johnny y que lo agranda y lo convierte en un absurdo viviente, en un cazador sin brazos y sin piernas, en una liebre que corre tras de un tigre que duerme. Y me veo precisado a decir que en el fondo Amorous me ha dado ganas de vomitar, como si eso pudiera librarme de él, de todo lo que en él corre contra mí y contra todos, esa masa negra informe sin manos y sin pies, ese chimpancé enloquecido que me pasa los dedos por la cara y me sonríe enternecido.


Fragmento de 'El perseguidor', de Julio Cortázar, por su voz.

jueves, enero 18, 2007

Mediodía.


I-
El llano arde.

Es el mismo fuego de Alejandría.
El de cocinar el pan y el de asar los peces.
El mismo, de Troya y de Sodoma.
El que secaba las antiguas vides
en un lejano patio de Ancona,
oscuro, ahora, y solo.
El fuego que consumió
a Francesca y a Fedra.

No luz: fiebre,
en el incendio de la siesta.

II-
Abajo hay un no sé qué de ángel vaporoso
brotando, con húmedos ojos de delfín,
sudando un rocío de damasco,
violento,
espeso.

III-
El sol muerde
la amarga pulpa de las orquídeas
y de los perros que trotan
en la ruta,
sedientos y vacíos,
tras los fantasmas del agua.

IV-
Si la verdad tras las cosas
cayese, como caen
las palomas
con sus pequeñas muertes,
¿qué espanto nos alcanzaría?
¿qué palabras alucinadas?
¿qué sueños?.
Nota: La imagen pertenece a Katarzyna Widmanska.

lunes, enero 15, 2007

jueves, enero 11, 2007

Tres.



1-
Yo, la misma, la otra, y toda mi fauna
nos hemos sentado esta tarde
a quererte,
a observarte como ese raro objeto
-eclipse, puño o sombra-
al que nuestras máscaras descienden
a extinguirse,
como se extinguen
las últimas horas de sol en los cementerios.

2-
Yo te vi nacer, Oscuro Mío.

Descendías como un zeppelín ardiendo,
vibrando como la nuez de Adán
en el hambre de Eva incauta.

Caías,
porque era imposible no caer
y porque era hermoso hacerlo
planeando el aire que olía a sangre
y a rosas de carne,
abriéndose.

3-
Esto que digo no sos vos.
Es, apenas,
la palabra,
un cadáver en la orilla,
algo, que pretende ganarle a la muerte,
el fantasma que atraviesa mis costillas
y no deja más que temblor,
más que ganas de arrodillarse
para cavar este muro de silencio.

Más allá de la línea,
lo innombrable se agita,
fascinante y rabioso,
como las serpientes.

martes, enero 09, 2007

La pequeña fe.

Tengo la fe pequeña.

Cada mañana, al vestirme,
la busco con tanta desesperación como es posible:
hurgo con las uñas el fondo de los zapatos,
meto los dedos en el resumidero,
en el café quemante
y voy dando vuelta cada prenda,
oliendo aquí y allá como un animal,
hosca y empecinada,
rastreando el signo oscuro
de sus pezuñas,
de sus patas bestiales,
de sus muchos ojos vueltos a Dios.

A veces resulta que la encuentro,
comiéndose mis muertes,
un pan del siempre más hambre
que la deja brevísima, aperrada,
y la tengo que salvar del hueco
que se abre
desde el fondo de mí misma.

Otras veces
es un vestido enorme y pesado,
(todo barro,
toda luz, también)
que me sostiene, como un ancla,
al mundo en que vivimos.