sábado, agosto 19, 2006

Nosotros, que nos queremos tanto.

Rancio siempre le decía a Rancia: ‘mujer, poda los lirios, hazme el sambayón, lava el orín de los pañales del bebé, cocina lentejas, sácale las pelusas a la capa negra’ y otros etcéteras que ponían a Rancia de mal humor, de muy mal humor, de tan mal humor que cuando llegaba la hora de acostarse cerquita, y unir fuerte las piernas como enredaderas, ella se daba vuelta, y a resoplidos sacaba al marido de encima o del costado.
Rancio, sin embargo, era un hombre bueno. Tomaba su café a las siete, puntualmente, todos los días, porque media hora después pasaba el colectivo por frente a su casa para llevarlo al trabajo. De manera que se levantaba temprano, rascándose aquí y allá con unas uñas largas y mugrientas, descalzo como dicen que debe levantarse todo hombre de la cama y exigiendo a gritos, como buen trabajador, el desayuno puntual y copioso: ‘Rancia, mueve esos caderones, te dije que el café con leche lo quiero a las siete y diez, sie-te-y-diez, ¿te entra eso en la cabeza, amor mío?, ¿sí te entra en esa cabeza desgreñada que me presentas cada mañana?, porque sabes bien que podrías presentarte mejor vestida y peinada ante mí, que soy tu marido, porque después se muere eso que dicen que se llama sensualidá, y los esposos se buscan otras mujeres, y los huevos fritos, Rancia de mi alma, mujer mía, los quiero en la sartén, al lado del plato, ¿me has entendido?...pero la pucha, qué mujer más bruta...’ de manera que Rancia, que, como ya sabemos, era una mujer muy desaliñada, es decir, mal peinada y mal vestida, pero además y por sobre todo, al parecer, muy con aires de independiente porque nunca hacía caso de las cosas que le apuntaba su pobre y cansado marido, se sumía en sus pensamientos más oscuros y atroces. Porque cualquiera, al verla, podía llegar a adivinar lo que a esta cuasi bruja le pasaba por la cabeza cuando, empeñada por hacer el café y los huevos, se quemaba las manos, o se cortaba con un cuchillo al rebanar el pan. Pero su marido, aunque la observara y la observara bien y con mucho detenimiento, no advertía que de su pecho saliera un suspiro, una palabra de maledicencia, un gesto que delatara alguno de los seguramente recurrentes pensamientos malignos, y por eso, sólo por eso, al terminar de comer y luego de eructar sonoramente, como le enseñaron a Rancio que debe hacer todo hombre sano y agradecido del alimento, le daba palmaditas en el culo a su esposa, diciéndole, notablemente agradecido: ‘muy bien, así me gusta que se porte, calladita y hacendosa, aunque podrías oler mejor, no tener siempre este olor a fritanga, porque si te compraras algún perfume y olieras a limpita, a jabón, yo hasta podría lucirte con mis amigos’, y con esto se iba al trabajo el bueno de Rancio.
Rancia, entonces, comenzaba a ordenar la casa, lavaba la ropa a mano porque como ya sabemos que las máquinas son un lujo innecesario, cosía para afuera, atendía a un bebé llorón y dos o tres clientas a las que los vestidos nunca le quedaban bien, y eso las volvía rezongonas y malhumoradas, y en la piecita medio en penumbras, la mujer, que bien se lo tenía merecido, se sacaba los ojos tratando de enhebrar el hilo en las agujas, de conseguir un bordado más primoroso y prolijo, de medir correctamente y cortar, y mientras tanto, el bebé lloraba por los pañales meados, la olla de las papas hervía y el agua se derramaba en la cocina creando costras desagradables, los muebles empezaban a llenarse de una resolana de tierra imperceptible pero molesta, y que hacía crujir los dientes al pasarle la mano. De manera que a las cinco de la tarde, Rancia abandonaba el tallercito de costura, y se hundía en una labor sin tregua porque el marido llegaba a las seis y media, y exigía la razonable merienda, el diario de la tarde, el sándwich de tomate y queso, cortado en diagonal y dispuesto en un plato de loza, el jugo y el mate edulcorado, todo eso que se merece un hombre laborioso y amable, tan de su casa como Rancio. Pero Rancia, la tonta Rancia, sólo porque le faltaba cabeza, se ampollaba las manos con la lavandina, descuidaba la cena, el piso no brillaba como debería, el lavadero se volvía un caos, el niño que estaba cortando los dientes no paraba de llorar, y el pobre hombre, que tenía que soportar todas estas y otras consecuencias de la inutilidad de su mujer, se convencía cada vez más que su mujer lo odiaba. Él se merecía algo más que esto.
Sin embargo, una vez por semana, satisfacía su necesidad de hombre encima de su esposa que sólo le pagaba con una pasmosa indiferencia, o con suspiros leves que parecían más de cansancio que de placer. ‘Y además frígida’, se decía el pobre de Rancio, y se dormía a un metro de ella, no sea cosa que fuera a abrazarlo con esas manos tan poco delicadas, con ese olor tan de cocina de suburbio, a él, al buen Rancio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me sonríe el alma, Mele.
Marta