sábado, junio 24, 2006

Las cosas perdidas

Perdíamos cosas todo el tiempo: hebillas para el pelo, cintas de atar muñecas y conjurar malas temporadas, libros, discos de Coltrane o de Ella Fitzgerald, pero lo que más nos dolía entonces, era ir perdiendo palabras y llaves. Nos pasaba en todos lados, y con cierta desgraciada recurrencia: en la ciudad grande o en el pueblo chico, era inevitable dejarse las llaves en los bordes de la ventana de un café, en la casa de Tía Eugenia, o en las fuentes de Plaza Italia. Con las palabras era aún peor y Mario solía mirarme con una cara de comprensión y a la vez de angustia, cuando, sentados en algún lado para dejar pasar el tiempo, yo me quedaba silenciosa sin completar una frase. No había ninguna conexión entre las situaciones y las pérdidas. A veces ocurría cuando pasaba una señora gorda enfundada en un suéter de lana azul, otras, cuando el artesano que vivía a la vuelta de la esquina empezaba a tocar el timbre enloquecido para que le abriera la puerta, porque quería azúcar, o que le calentara el agua del termo, o simplemente para mostrarme alguna de sus creaciones. Pasaba, así no más, como si las personas, o los actos, entraran en bloque junto con los silencios o el olvido. Y me olvidaba, o nos olvidábamos de ciertas palabras, de ciertas expresiones, de ciertos giros idiomáticos sin los cuales nos iba siendo cada vez más difícil hablar, hablarnos. Nos remitíamos a unos pocos gestos aprendidos entre hermanos, y esos también, eran cada vez menos frecuentes.
De pronto, sin embargo, se nos daban buenas rachas, y encontrábamos, en un día, dos juegos de llaves y alguna pared pintada en rojo y verde con versos memorables de Vinicius, o un breve fragmento marxista. Eran llaves y palabras ajenas, eso sí, y decidíamos usarlas para paliar el vacío o las ausencias. Entonces abríamos puertas y casas que no nos pertenecían, pronunciábamos manifiestos, grandes discursos, o sólo pedíamos café con leche y un alfajor para el almuerzo. Andábamos perdidos viviendo la vida de otros, de unos otros que usaban nuestra ropa, que habían encontrado nuestros libros de Sartre. En algún lugar, alguien escuchaba ‘Aisha’, acariciaba nuestros gatos, se inclinaba hacia la tarde con una tristeza irremediable, amaba ferozmente y sin remedio. En algún lado, alguien iba despacio hacia el silencio, desesperado y loco, como nosotros.

Nota: La imagen pertenece a Simon Yutakov.



4 comentarios:

Anónimo dijo...

oiga: sucede que este relato me gusta mucho, ¿hay alguna forma de bajarlo a la pc?
este anominimo se ha especialidado en derrochar palabras durante su digamos corta vida, pero si a veces encuentos una llave escrita como esta.

alejandro cronopio dijo...

llaves? no tengo llaves de ninguna cerradura gris...sólo de colores poco brillantes, que ud. entenderá que no es lo mismo.

Anónimo dijo...

Un encanto el relato, amiga.
Desesperados y locos, de verdad...Recorriendo un corto camino irremediable hacia la muerte...Soñando, que también es como morir.
Marta

Anónimo dijo...

qué mal que escribe el usuario anónimo uno, y esos comentarios que hace. pd: actualice el blog, estimada, es lindo leerla