jueves, junio 01, 2006

Recordaciones I.

Carlitos vendió caramelos a mis cinco años, a mis siete, a mis nueve, a mis inexplicables trece, a mis claros diecisiete. Y todos esos años lo vieron pasar, un poco renguito, otro poco encorvado, con la conservadora portátil pegada a un brazo, la voz cada vez más angostada, más ronca, el cuerpo cada vez más enfermo.
El fue el filósofo de la dulce vida, que hace lo que hace por naturaleza, no por creencia, ni convicción ni nada que tenga que ver con las razones de la economía o la modernidad. El fue un poco el angelote grande y tonto que nos faltaba a todos, y un poco fue el jorobado sobre el que descargábamos el mal día, un tratado sobre la soledad andante y pensante con un par de ojos grandes, de Cristo posmoderno, pegados a la cara.
Dicen que dicen (la historia está hecha de tantas voces) que se murió despacito, transparentándose una tarde, cerca de las dos y media, y se fue volando al cielo de los vendedores ambulantes, un cielo descapotable donde los pasajeros compran miles de caramelos, donde Carlitos nunca es invisible para nadie, y las señoras pasan al lado diciéndole ‘hola, ¿qué tal?’, y un perro blanco, enorme, le trota al lado y le lame las heridas del tanto andar en el mundo de abajo, del tanto caminar en vano...

Nota: La imagen pertenece a Richard Watts.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

lo que siempre me pregunto cuando leo este tipo de relatos es si el personaje existió de verdad en algún lugar que bien podría haber sido oncativo.

Elena dijo...

Anónimo: Yo esperaba otra clase de preguntas, pero sí, existió aquí.
Saludos.