domingo, junio 04, 2006

La Persa.

Las acepciones que ofrecen los diccionarios acerca del vocablo ‘colonia’ son, por decirlo de alguna manera, pobres a la hora de definir todo un proceso cultural que cruzó nuestro país, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, pero alcanzan para darse una idea leve de cómo se vivía en una comunidad semejante. Italianos eran los apellidos que circulaban en Colonia Almada, en la década del 40; italiana la lengua que se hablaba, salpicada, en ocasiones, con expresiones locales, fonéticamente torcidas o adaptadas malamente al toscano; italianos los hombres, y, claro, italianas las costumbres y los hábitos.
Mandaba el hombre de la casa, el mayor, que delegaba, con su muerte, el poder al hijo varón. Las mujeres rondaban ese espacio dominado por el patriarca, mientras rezaban, parían hijos, construían quintas y jardines, batían la leche para la crema y el queso, cosían la ropa, conjuraban tempestades o las deshacían, pero siempre en el borde de los límites impuestos por y para el hombre. Detrás de ese impreciso borde, o entablando conversaciones prohibidas a través de él, estaban las diversiones, y una de ellas era el circo.
Llegaba y se instalaba por unos días en el pueblo, irrumpiendo en su realidad, y, por instantes, negándola, haciéndola trizas, jugando a recuperar las perdidas y remotas niñeces, allende los mares y allende la vida entera. Así que la Colonia se llenaba de animales exóticos, brillos inesperados, máquinas de crear voces extrañas, rarezas... Una de ellas, fue la Persa.
La Persa volaba, ese era su oficio, y estaba dotada de oscuros y poderosos ojos negros. ¿Qué más podríamos decir? Porque para ella, volar en el columpio suspendido con unas tristes piolas, no era una virtud que hubiera desarrollado el cuerpo ágil y casi sin huesos, sino que provenía de su estirpe de pájaro. Sin redes, sin artilugios, sin nada que la sostuviera más que las ganas de estar arriba, y una cierta predisposición de toda su carne por ganarle al alma en el vuelo, la Persa giraba, y creaba, en el aire, extraños dibujos, ideogramas de la lengua materna, la recóndita manifestación de su delirio artístico que le comunicaba al viento, al abismo, y a nadie más. De manera que el espacio de abajo, esa tribu terrenal custodiada por hombres fuertes y curtidos, era dominada por el baile de gasas y tules que desplegaban sus vestidos que más que esconder, mostraban, que más que abrigar, transparentaban la carne acuosa, la cintura infantil, la espalda esforzada donde se incrustaban las dos invisibles alas, que la sostenían, por un débil, debilísimo hilo, a la tierra de todos.

Nota: La imagen pertenece a José Gallego.

3 comentarios:

MALiZiA dijo...

Hola, es la primera visita que hago a tu blog, y me gustó mucho lo que pude leer, pero me quedó bastante en el tintero, así que volveré por más.Mucho realismo mágico en el texto.
Un beso, y saludos desde Buenos Aires.

Anónimo dijo...

me recuerda a un texto de galeano, la maromera. está en libros de los abrazos.

este es el único blog que visto.

la admiro anónimamente y en secreto.

Elena dijo...

Vero, para servirte, je. Sea todo lo exigente que deba ser como lectora, así está perfecto.
Besitos.

Mali, qué gusto, disculpá la tardanza en contestarte. Yo también paso a menudo por tu sitio, me agrada de verdad.
Un abrazo desde Córdoba.

Anónimo: Muchas gracias, anónimo y secreto.