
Se desnudaba despacio, prenda por prenda, tomándose el tiempo para cuidar las tablillas del uniforme, el giro inusual del corbatín cruzado por un alfiler de cierto y meticuloso primor, la camisa planchada. Ordenaba y doblaba todo, y lo guardaba en el cajón del escritorio, no sin antes haberse asegurado que no quedara nadie en los pasillos. De pronto, en un giro casual de la cabeza, vio dos ojos claros pegados al vidrio, el pelo alborotado por el viento y el calor, las manos húmedas marcando el contorno de un rostro sudoroso contra los cristales del aula. No alcanzó a discernir si era su desnudez a medias lo que miraba el extraño, o el cigarrillo, o todo eso junto; quizá el cuadro en el que colaboraba la penumbra de esa hora, con la adolescente sentada en el rincón, dobladas las rodillas y el cigarrillo a medias, y la vieja desdentada que limpiaba maquinalmente el piso, concentrada como estaba en su cansancio. Pero lo que fuera, lo había inmovilizado, como si de sí mismo se hubiera desprendido un bloque temporal, y marchara a velocidades inusuales, mientras él, que seguía extático, comulgara con una eternidad donde las cosas se estacionaran simplemente a vivir, siendo en todo momento iguales a sí mismas, flotando en una dimensión donde parpadear o mover las manos, se transformaba en un acto físicamente doloroso que le consumía todas las capacidades. Pero entonces algo sucedió, algo que lo restableció al ritmo convencional de los acontecimientos, y fue el grito de Julia, una voz descarnada y seca, grave para su edad, donde se reconocían matices de ira y de vergüenza.
Se vistió apresuradamente, apagó el cigarrillo, tomó sus útiles y salió a buscarlo. Fabián estaba escondido atrás de los manzanos cuando ella llegó corriendo y se detuvo a mirarlo, porque todo él le ejerció de pronto una fascinación extraña, semejante a la que inspira la ferocidad de algunos animales, aunque lo que Julia veía no era crueldad, sino una tristeza repentina e inusitada, una melancolía que si bien se traslucía en lo físico, no era sino algo espiritual que desbordaba la carne y se patentizaba de alguna forma en los ojos claros y abiertos. Entonces, como si fuera un acto piadoso, ella extendió la mano hacia los frutales, cortó una manzana y se la entregó a él en las manos, cerrándoselas despacio. Luego dio la vuelta y se fue por el camino de tierra, caminando entre el polvo, un paso delante de otro, sin ninguna convicción ni entusiasmo.
Después de ese día, trató muchas veces de acordarse de los ojos del extraño, o de su temblor en las manos, sin conseguirlo nunca.
Nota: La imagen pertenece a Janez Krizan.