sábado, agosto 11, 2007

El muro.



Este muro que habré de atravesar después de lamer la sal de su silencio.
Este muro pletórico de marcas,
de signos atroces de himeneos felinos,
de botellas rotas con las que el niño de la Señora Genefield juega al barquero Caronte.
Este muro alto como tres hombres
desde donde llegan los gritos de la calle vecina,
cuando los transeúntes mueren atropellados
por los suaves y veloces camiones Mercedes Benz,
y la propaladora pasa ofreciendo pescados jugosos y gélidos,
colchones viejos,
o sillas de madera labrada.
Este muro demasiado áspero para las uñas débiles,
que se quiebran un poco al escalar,
y dejan, entre las ranuras de los ladrillos,
las membranas pálidas,
con que se escribe la derrota.
Este muro de opacidades y plantas trepadoras,
adonde llego, ciertas noches,
a abrevar de la ternura de los otros:
la mano del almacenero, por ejemplo,
desatando el delantal de su apetitosa y salvaje empleada;
las cañerías del edificio alto,
donde anidan alimañas doradas que, al entrar en celo,
hacen ruido de fantasmas;
el verde y febril pasto del parque contiguo,
cuyo rumor de crecimientos
enloquece a los murciélagos que anidan
en la parte alta de la tapia,
ciegos como yo,
perdidos en el hermoso mundo invisible.

Nota: La imagen pertenece a Lars Raun.

1 comentario:

Anónimo dijo...

definitivamente, estimada: está cada vez más cerca del surrealismo.
me gusta.