sábado, abril 28, 2007

El arpa y la sombra.


“De los pecados capitales, uno solo me fue siempre ajeno: el de pereza. Porque, en cuanto a la lujuria, en lujuria viví, hasta que de ella me libraron afanes mayores, y el solo nombre de Madrigal de las Altas Torres –palabras que se me juntan en imagen del linaje, hermosura, regia epifanía, supremo objeto del desear- llevara mi ánimo a tal obcecación que hasta en la forma de montaña que los cristianos contemplaban por vez primera encontraba yo un parecido con otras formas que se me pintaban, con pálpito y saudade, en lo más secreto de mi memoria... Desde que mi padre, sin dejar por ello de cardar la lana, abriese un negocio de quesos y vinos en Savona –con trastienda donde podían los parroquianos llevar sus vasos a la boca de las canillas para entrechocarlos luego por sobre una mesa de espeso nogal- me gocé en escuchar lo que de sus andanzas contaba la gente marinera, vaciando uno que otro fondo de tintazo que me pasaban a escondidas- gustándome tanto el vino, desde entonces, que muchos se extrañaron, en el futuro, de que en mis empresas propias pensara siempre en llevar una enorme cantidad de toneles en los barcos y que, cuando me tocara pensar en cosas de labranza, reservara siempre las mejores tierras que me fuesen dadas por la Divina Providencia en sembrar y cultivar la vid. Noé, antecesor de todos los navegantes, fue el primero en dar el mal ejemplo, y como el vino enardece la sangre e incita a culposas apetencias, no hubo lupanar mediterráneo que no conociese de mis ardores mozos cuando, para gran pesadumbre de mi padre, me dio por irme a la mar...
Caté las hembras de Sicilia, Chío, Chipre, Lesbos, y otras islas más o menos amulatadas, mixtas de moros mal conversos, cristianos nuevos que siguen sin probar carne de cerdo, sirios que se persignan ante todas las iglesias sin que acabe de saberse a qué parroquia se arriman; griegos que venden la hermana, por unas horas, a llamada de campanilla, traficante de todo, sodomitas o bujarrones cuando les viene en cuenta; calé las hembras que, antes del trato, tañían la sambuca y el pandero; las “ginovesas” que, venidas de alguna judería, me hacían un guiño cómplice al tentarme el rejo; las de ojos alcoholados que, bailando, hacían volar mariposas tatuadas sobre sus vientres; las otras –moras, casi siempre- que se guardan en la boca las monedas dadas para defender la lengua propia de las lenguas intrusas; y las que juran y perjuran que, vistas de espaldas, siguen siendo mozuelas, a menos de que alguna generosidad apreciable las lleve a entregar, insigne favor, aquello que jamás entregaron a nadie; y las alejandrinas, encaladas, arreboladas y repintadas como mascarones de proa –como las difuntas retratadas en las tapas de los sarcófagos de aparato que aún se usan en su país-; y las de todas partes que, de tanto gemir que se desmayan, y que las matas, y que ya están muertas, y que como tú nadie, te acaban en tres respingos y tres culebreadas, mientras se curan del aburrimiento ensartando las cuentas de un collar por encima de tu lomo atareado en promover un gozo tan bien pregonado que se pagaría por sólo oírlo...”
Fragmento de 'El arpa y la sombra', de Alejo Carpentier.
Nota: La imagen pertenece a Joel Peter Witkin

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