martes, diciembre 05, 2006

Ad infinitum (Primera parte)



Dijo su nombre cuando los indios cruzaban la sierra llevando albos corderos en la espalda, para ser sacrificados.
Lo dijo cuando bajaban, cuando ya fueron una idea en medio del valle.
Cuando se imaginó cómo llorarían los animales la ausencia –la muerte- de los que aman.
Dijo su nombre cuando supo que el vocablo hu'~u significa suavidad en quechua, sonido que recuerda al viento al pasar por las bocas de la caña de azúcar, sonido que también recuerda la soledad, que también recuerda la dulzura, y los nacimientos de las cosas tibias.
Dijo su nombre al promediar Octubre, y era natural que lo dijera entonces, pues en muchos lugares de la ciudad brotaban los duraznos, las manchas de aceite en el asfalto se expandían, algunas piscinas abandonadas comenzaban a tener verdín.
Dijo su nombre muchas veces en una sola noche, cuando su casa se llenó de fantasmas y todo estaba demasiado lejos, hasta su vaso de agua y sus pastillas de insomnio.
También cuando amaneció lo dijo, porque las mujeres taconeaban en las calles pegadas a unos hombres somnolientos, que olían a cigarrillo, a flores, a perfumes pesados.
Dijo su nombre porque poetizar era imposible en el edificio lleno de cañerías, de puertas, de muebles que se corrían, de niños que se arrojaban por las barandillas de las escaleras, de los insectos brillantes que caminaban en celo. Todo eso trastornaba el silencio, y le era imposible escribir, pensar, nombrar otra cosa.
Dijo su nombre porque estaba triste. O porque era triste. O porque lo triste era su nombre, las letras que caían de a pedazos, como por un tobogán, en esa lengua humedecida y rosa.
Dijo su nombre porque en parte había olvidado a sus muertos, o porque sus muertos en realidad no existían, sino que el fuego de una sola existencia golpeaba como golpearían los pájaros las cabinas de los aviones.
Lo dijo porque su cuerpo era el poema. Era el delito. Y a veces sólo era el cuerpo.

Nota: La imagen pertenece a Francesco Marmo.

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