
Yo andaba por ahí sin saber cómo.
Yo viajaba muy hacia adelante, pero no conseguía perderme.
Yo participaba del fabuloso desconcierto del siglo pasado.
Yo era un gusano asomando la cabeza por la manzana que daba al árbol lleno de manzanas, que daba al jardín repleto de árboles. Es decir, yo era una infinita posibilidad, invisible.
Yo tenía la eterna sensación de amar al hombre ajeno.
Yo caminaba por San Jerónimo casi todos los días.
Yo recordaba de memoria la primera frase de un libro de Ray Bradbury, una epístola de San Pablo, un poema de Constantino Kavafis. Todas cosas inútiles para sobrevivir.
Yo hacía así con la mano al saludar. Como si ofrendara los ojos.
Yo a los 29 recordé haber jurado que a los 30 me suicidaría.
Yo claudicaba.
Yo quería ser radiante.
Yo esperaba un llamado. En un teléfono descolgado. En una casa que no era mía. En una ciudad fantasma. Ergo, yo esperaba en vano.
Yo andaba enredada en la vida como un alga en la red de un pescador. Era luminiscente, pero no era pez, ni pescador ni mar. Era algo impropio desde muchos puntos de vista.
Yo todavía soñaba.
Yo solía recitar ‘llueve en mi corazón y llueve en el Yang Tzé’.
Yo me quemaba con la vida como los insectos en las lámparas viejas de keroseno.
Yo escribía los versos finales.
Yo viajaba muy hacia adelante, pero no conseguía perderme.
Yo participaba del fabuloso desconcierto del siglo pasado.
Yo era un gusano asomando la cabeza por la manzana que daba al árbol lleno de manzanas, que daba al jardín repleto de árboles. Es decir, yo era una infinita posibilidad, invisible.
Yo tenía la eterna sensación de amar al hombre ajeno.
Yo caminaba por San Jerónimo casi todos los días.
Yo recordaba de memoria la primera frase de un libro de Ray Bradbury, una epístola de San Pablo, un poema de Constantino Kavafis. Todas cosas inútiles para sobrevivir.
Yo hacía así con la mano al saludar. Como si ofrendara los ojos.
Yo a los 29 recordé haber jurado que a los 30 me suicidaría.
Yo claudicaba.
Yo quería ser radiante.
Yo esperaba un llamado. En un teléfono descolgado. En una casa que no era mía. En una ciudad fantasma. Ergo, yo esperaba en vano.
Yo andaba enredada en la vida como un alga en la red de un pescador. Era luminiscente, pero no era pez, ni pescador ni mar. Era algo impropio desde muchos puntos de vista.
Yo todavía soñaba.
Yo solía recitar ‘llueve en mi corazón y llueve en el Yang Tzé’.
Yo me quemaba con la vida como los insectos en las lámparas viejas de keroseno.
Yo escribía los versos finales.
Nota: La imagen pertenece a James Walsh.